No me preguntes por qué, pero por estas fechas suelo sentirme en deuda con las palabras. Más concretamente con aquellas que nunca escribí. Observo el surco dejado por la marcha de febrero y en su huella distingo las letras de los que tuvieron el valor de escribirle. Y de nuevo, como el que mira una vieja fotografía, la silueta de ese pasodoble: el pasodoble que yo nunca escribí.

Son muchos los pasodobles que nunca he escrito. Hay uno bastante comprometido que habla de aquello por lo que debimos luchar y que aún hoy no es tarde para cambiar. También hay otro de carácter crítico, más bien autocrítico, difícil de digerir pero que agita la conciencia. Y por supuesto está el del amor, el de las almas que por vergüenza no lograron matar de un beso la soledad.

Quién podría negar que me habría gustado firmar todos esos pasodobles. Pero hay uno en concreto que cada febrero queda únicamente escrito, ensayado e interpretado en el teatro de mi imaginario.

Yo lo veo tal que así. Se sube el grupo al escenario. Blandiendo un disfraz colorido, brillante y canalla, hace formación bajo la luz de los focos. Por su parte el público, sumido en la penumbra, regala al instante la calidez de su silencio. Durante unos segundos casi se llega a escuchar el roce de las palabras aguardando su momento en las entrañas de los hombres que ahora respiran hondo. Y justo cuando la quietud parece haberse apoderado de la escena, una guitarra empieza a sonar.

El punteo es fino, gustoso. Antes de que quieras darte cuenta, entre el suave vuelo de sus notas te ha transportado a una ensoñación más allá de las tablas. Y solo al llegar al lugar indicado, ni un segundo antes, brota una letra que hace que todo comience a tener sentido.

Este pasodoble habla de un hombre. Uno que estuvo ahí en el érase una vez de esta historia, cuando el reto era desconocido y todo estaba por escribir. A ese hombre que es un padre, que sin dejarnos caer nos enseñó a caminar por senderos difíciles, los que no siendo de buen gusto te hacen crecer como ser. A ese hombre que es un maestro, que armó nuestra mente de ideas y la boca de palabras valientes, esas que firmes hacen que de pavor tiemble la mitad podrida de este mundo. A ese hombre que es un artista, con el gusto del pintor y la sensibilidad del poeta, que nos llevó a tocar con sutileza la esencia más pura de la vida, dibujando cantos a la sencillez de lo bonito que es estar vivos.

El pasodoble termina. El grupo se vacía y el público se levanta de su asiento para romper en un aplauso que parece no tener fin. Y mientras tanto ese hombre discreto queda tapado al fondo, orgulloso no por el homenaje que acaba de recibir, sino por comprobar el mayor de sus éxitos: el de haber convertido a un puñado de adolescentes en hombres que ante todo han aprendido a dar las gracias.

A Juan Bautista Escribano Cabrera, al que fue autor de mi chirigota y ahora de “La Terminal”, al padre, al maestro, al artista; para ti este pasodoble que yo nunca escribí.