Llevo un tiempo peleada con el ser humano y por extensión conmigo misma, tengo que reconocerlo. No me gusta lo que veo, lo que siento y lo que palpo. Empiezo a inquietarme por mi animadversión hacia la vida virtual que hemos conseguido crear enmascarados en nombres propios o anónimos que se quedan en eso. Es curioso porque esa vida virtual en la que se han convertido las redes sociales permite ver a menudo talento o ingenio que se entremezcla con la crítica, el hartazgo, la denuncia o simplemente el insulto gratuito. Esa es una vida donde somos tan auténticos como hipócritas.
La vida está y se consume en las calles y las veo vacías y a la vez llenas de cobardes. Nos han adoctrinado tan bien que nos han hecho creer que tenemos que dar las gracias por tener lo que tenemos, que no es otra cosa que trabajos precarios con sueldos de risa. Pero no pasa nada, porque somos unos afortunados al poder trabajar. Nos hemos creído tan listos que podríamos asegurar que sabemos más que nuestro jefe pero cuando se dilapidan nuestros derechos toca callar. Porque estamos en una sociedad donde el aparentar se ha impuesto al ser.
En el fondo estamos ante una sociedad llena de cobardes y de egoístas donde si uno está bien lo que le ocurra al del lado nos da igual. En una huelga de los trabajadores de limpieza no nos importan las condiciones laborales, lo que de verdad adquiere relevancia es que nuestra confortable vida se está viendo alterada. Nos hemos creído tan listos que nos ponemos del lado del que manda cuando somos unos ‘mandaos’.
Suelen decir que es durante la juventud cuando ese sentimiento de rebeldía se mantiene y que la juventud es una enfermedad que se cura con la edad. A mi alrededor ya no veo a esos jóvenes que quieren comerse el mundo y si es posible cambiar ciertas injusticias. A mi alrededor veo a jóvenes acomodados a los que poco o nada importa lo que suceda al de al lado y para los que es mejor callar mientras el viento sople a favor. Nos hemos vuelto cobardes, egoístas o quizás siempre lo fuimos.
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