A mi padre
La festividad de Todos los Santos es, por necesidad (pienso), una de las conmemoraciones más notorias del calendario cristiano, aún siendo noviembre uno de los meses menos pródigos en días festivos (en su Santoral Católico). Tal significación responde sin duda al hecho de ser objeto de una de las efemérides que más directamente nos incumbe a todos, pues la muerte es, ha sido y será uno de los acontecimientos que más definen nuestras vidas; lo fue desde siempre, y así se corrobora desde tiempos ancestrales de la humanidad y en las primeras civilizaciones, que contemplan la muerte como un hecho de primera magnitud dedicándole grandes rituales. Las primeras creencias y religiones primigenias surgen al hilo del acontecimiento fatídico de la Muerte. Tal vez sea uno de los rasgos que mejor definen al ser humano frente a otros seres vivos de la naturaleza, pues el hecho de tomar conciencia de nuestra desaparición nos distingue de los animales. Muchos son los ritos, los cultos mortuorios y las festividades que se celebran.
Cada civilización han desarrollado a lo largo de su historia su propia Cultura y Experiencia de la Muerte, interpretándola de forma sui géneris, con tratamiento muy diverso: rituales distintos y formulaciones conceptuales plurales para una conmemoración tan aciaga. Sobra señalar en este sentido la diversidad de conceptos que se argumentan en cuanto a vidas de ultratumba, reencarnaciones, resurrección, etc. Para el Orbe Cristianouna efeméride tan señalada como esta, a partir de San Odón –que incorporó la festividad en el 998–, ha propiciado todo un legado de rituales y experiencias conmemorativas que nos embargan en estos días de Noviembre en el recuerdo de nuestros difuntos. En este caso la motivación está sobrada, pues nadie en este mundo se libra de tener razones más que suficientes para esta celebración.
Claro está, de otra parte, que el simbolismo de la Muerte y día de Todos los Santos fue asociado por parte de la Iglesia Católica a cuestiones astronómicas y climatológicas; la estratégica fecha de Noviembre sintoniza perfectamente con el calendario agrícola y motivaciones meteorológicas que facilitan la efeméride: con el fin del estío, el mal tiempo ya ha entrado de forma definitiva; el otoño propicia la caída de las hojas de los árboles y la renovación de la naturaleza; los contratos tradicionales de arrendamiento (San Miguel) ya se han hecho y el terruño ya está preparado para la siembra de los cereales. Se cierne un cierto tiempo de ocio, un paréntesis que fue aprehendido de forma hábil por la institución eclesiástica; y se estaba ya en el umbral de la matanza, que habría de definir en fechas próximas una de las tareas (y festividad) más importantes de las economías rurales. Todo ello corrobora un ambiente de renovación y disposición para la reflexión (hasta en la Literatura, recuérdese el Tenorio de Zorrilla), que será de forma grave aplicándose a la muerte de los seres queridos; los más próximos que definen nuestra propia vida y existencia (pues la muerte de los tuyos es también paulatinamente la tuya).
Simplemente queremos realizar aquí, más allá de profundizaciones antropológicas, una referencia (dolorosa, por lo que nos cumple) del ritual que aún prevalece en estos días significados de Todos Los Santos y Difuntos. Atrás quedan en el tiempo las celebraciones con simbólicas colaciones, gestos de tintes festivos (alegrías, iluminación de calabazas, etc.; resabios de las celebraciones catacumbarias), prevaleciendo en el espectro mercantilista las secuelas culinarias de los huesos de santo, buñuelos, gachas, yemas, etc. En el espectro del esperpento, hasta la médula está ya impregnada nuestra cultura de la tradición americana de Halloween, que nada tiene que ver con nosotros, pero nada se puede hacer contra ello. En la celebración más seria prevalecen simplemente (cada vez menos) los oficios religiosos (misas, responsos, etc.), visitas al cementerio y limpieza de tumbas. Sin embargo, merece recordarse el hecho simbólico –de conceptualización profunda– de llevar flores a nuestros seres queridos: ni más ni menos que convertir al Campo Santo en paradisiacos jardines, revirtiendo la naturaleza muerta en naturaleza viva; haciendo vívidos nuestros sentimientos más puros y recordando con gran dolor a los seres queridos, que nos dejaron, pero a quienes queremos mantener siempre en nuestra memoria de facto (aunque siempre los tengamos con nosotros). Las flores cumplen como nadie, aún en otoño, con este deseo de reencuentro con los nuestros dándonos todo su color y su fragancia.
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