Un hito en la historia del cine. La película asiática ha conseguido recientemente empingorotarse a la cima de los Oscar (2.020, 92 edición), desbandando a los dandis occidentales que se vaticinaban –nunca mejor dicho– laureados de antemano; como bien se presume en los cónclaves pontificios, quien entra Papa sale cardenal; y en este caso se ha cumplido el presagio en la Meca del cine (Almodóvar…). Es la primera vez que una película de habla no inglesa consigue convencer a los gurús americanos de la gran pantalla. Algo debe de tener la película –como el agua…, que la bendicen– para que el milagro se haya producido, con la obtención, ni más ni menos que de 4 estatuillas (de seis nominaciones). Con esa expectación por saber dónde se esconde el secreto acudes animoso a ver Parásitos. Se trata de una película de mucho fuste, abultada intensidad y densidad argumental a espuertas. Desde el pórtico de entrada te sumerge, con una velocidad de vértigo, en una espiral narrativa en la que no sabes muy bien hacia donde te lleva; con una salida sembrada de incertidumbre, que avanza con una linealidad sinuosa por derroteros en los que ignoras si avanzas por el sendero de la comedia, la parodia, el drama o la tragedia; te agrada y entretiene, con brotes divertidos, pero también con tensión irrefrenable, arrastrándonos hacia una intriga acuciante hasta el final; dejándonos continuamente posos graves de censura y tristeza . Ante todo, un semillero grande de reflexión y crítica. No es para nada una simpleza argumental de eventos, un divertimento de comedia de factura facilona. La película tiene fondo, con mucha profundidad, e intenta tocar con las yemas de los dedos la sensibilidad del espectador.
Se nos presentan dos universos paralelos que interseccionan en un punto; dos esferas existenciales completamente antagónicas que coinciden ante una misma realidad para verse de cara, mirándose sin reconocerse. Fácilmente los podríamos tildar con la tradicional metáfora del palacio y sus alcantarillas. Esa es en esencia la trama de una película que muestra de forma descarnada la límpida existencia de unos frente a la nefanda vida de otros, que habitan los sótanos más lúgubres de la humanidad. Se hace con tono cómico-satírico, con desparpajo de cristal aberrante, con la sonrisa bobalicona que se nos queda congelada cuando, en verdad, entendemos el mensaje. Con magnífico aparato escénico, extraordinaria ambientación y caracterización de los personajes. El director coreano Bong Joon ho nos dibuja con trazo firme, apenas caricaturesco, una magnífica trama que gana en su discurso secuencial. De una parte, esa vida acomodada (de la familia Park) que cumple con los parámetros del orbe capitalista de nuestra sociedad de bienestar (mansiones, coches, servicios…), en la que emerge la contrapartida de la paranoia hilarante que supone la pérdida de esos principios de perfección: necesitando de forma acuciante educadores, psicólogos y un servicio completamente eficaz para mantener la burbuja de la perfección, que resulta estridente. En esa línea de flotación aflora el contrapunto de todos y cada uno de los tentáculos de la familia: madre paranoica, hijo díscolo y traumatizado; hija con carencias afectivas; padre perfecto. El blanco y negro de una misma moneda, que muestra sus grietas a pesar del idílico marco en que se desenvuelve su vida, con una fastuosa mansión que cubre materialmente las expectativas de los humanos más exigentes.
En la otra paralela nos encontramos los bajos fondos de la vida (familia de Ki-taek), el sótano de una existencia humana realmente estremecedora. Una mirada ácida sin remilgos, completamente verídica sin acicalamiento alguno. Más verdadera y trasparente, si cabe, que el ideal antagónico de una familia que –tal vez– resultan idealizados en demasía en su perfil de excelencias (o defectos). La degradada familia coreana se encuentra sumida en la miseria más estridente (sótanos, olores…), sin embargo, se definen con su contrapunto de alegría, vivacidad, ocurrencia y solvencia existencial: su inercia irrefrenable de superación, adaptabilidad, capacidades y buen humor. Cada uno de ellos nos fija un contrapunto de genialidad sorprendente, con las dos caras de una misma moneda que sentencian defectos y virtudes; en ellos apreciamos fácilmente la dicotomía humana en las situaciones más extremas y distantes de la vida. No se puede pedir mayor versatilidad y buena caracterización a unos actores que sentencian en pocos instantes la cara y la cruz de la fortuna y la desgracia. El hechizo de bonanza se rompe, como no podía ser de otra forma, con análogos congéneres (la criada y marido coreanos) que nos enseñan, aún con mayor claridad, los sótanos del maravilloso mundo de la fortuna, en contraposición misma de la realidad de los pseudoprotagonistas.
Léase, pues, un films que a poco que se entienda hiere las vísceras de la sensibilidad. Con un sabor agridulce, en forma y superficie, con poso completamente amargo. Comienza y termina con esa falsa y efímera esperanza de alcanzar el cielo, con ver solamente los rayos de luz de unas rendijas estrechas inalcanzables. Una apuesta firme para la reflexión más honda: la triste realidad con la que alegremente convivimos sin un ápice de remordimiento.
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