Las cosas se ven distintas con la distancia. Resulta una verdad como un templo. En los días que seguimos viviendo la pandemia del coronavirus bien podemos aplicar el refrán, que es contundente en no pocas referencias personales y sociales. En días y meses pasados he podido vivir –como todos– situaciones de fuertes contrastes en situaciones sociales y familiares próximas, que evidencian los contrapuntos de comportamientos adecuados y respuestas realmente irresponsables. En lo más grave pude presenciar ayer circunstancias estremecedoras de amigos que vivían en sus carnes la afección del covid-19, con todos los miembros afectados en primera persona.
En el comunicado telefónico –que me dejaba de piedra– oí con silencio sepulcral los llantos de un madre infectada, de un marido grave en el hospital, hijas y sobrinos recluidos; sobrecogido con el aliento congelado escuchaba el ingreso in extremis de varios de ellos en situaciones graves; oía hablar de falta de respiración, antibióticos, sueros, respiradores artificiales…, agonía en primer grado. Hace pocos días presencié igualmente la muerte de un conocido producida indirectamente por el mal que nos atrencoje (que dicen algunos de Los Pedroches…, atenaza). En silencio reflexivo, dije para mis adentros: ¡Esta es la verdad del COVIP!
Tal pensamiento pudiera parecer una necedad en grado supino, porque todos y más que nunca estamos advertidos en el mundo de la presencia de una pandemia que está dejando un panorama desolador. Eso es cierto, realmente, pero no es toda la verdad. Diariamente escuchamos noticias, telediarios, tuits y un reguero inminente de informaciones de las redes sociales sobre las estadísticas, que alcanzan la misma validez que cuando oímos los millones de refugiados que hay en el mundo, las innumerables personas que llegan diariamente en patera o los más de mil millones de almas que diariamente no tienen para comer en el mundo. Ninguna. Eso son simplemente las cifras de la pandemia en el panorama diario.
Ciertamente somos conocedores que se mueren nuestros convecinos, pero no siempre tenemos la referencia tan cercana que nos conmueva realmente. Habría que ser macabros, a veces, para conmover, pero es cierto que no todos tenemos casos graves nuestras casas. Esta inconsciencia de una parte de la sociedad resulta calamitosa, pero es cierta. Desgraciadamente los comportamientos de algunos se están llevando por delante la vida de muchos otros, sin percatarse de que son ellos los causantes. Como digo, el contrapunto de la verdad que a veces vives directamente del Covid se encuentra en irresponsabilidades desde lo más alto de la política a lo más bajo y doméstico de la ciudadanía.
La Tercera Ola que nos embarga no es un fenómeno nuevo ni un episodio inesperado, sino todo lo contrario. Todos sabíamos con certeza desde antes de Navidad que nos esperaba una nueva acometida de extraordinaria intensidad; hemos vivido una primera etapa de confinamiento dramático, de privaciones y angustias con una mortandad espantosa; una segunda secuencia de verano completamente recapituladora del primer estrago. Parece que no fue suficiente para que aprendiéramos la verdad; parece que tenemos continuamente que demostrar que somos seres incapaces de aprender, que debemos tropezar una y otra vez en la misma piedra. Así es. Tampoco son las autoridades políticas el mejor ejemplo de comportamiento en marcar directrices satisfactorias, a pesar de contar con medios científicos, especialistas y asesores; una y otra vez se enfrascan en la confrontación (electoralista) entre partidos: en el tú más…, tú no sabes…, en él déjame a mí…, en el ahora tú, etc.
La consideración que tienen de inmadurez de los ciudadanos es perversa, considerándonos necios e infantiles una y otra vez entre todos (los políticos). Lo malo de la situación, en esta ocasión, es que juegan con nuestras vidas. Las expectativas del periodo del “Puente de la Inmaculada” y Navidades eran estridentes y más que augurar definían estadios subsiguientes de infecciones seguras. Evidentemente no se puede –como dice el refrán– tener costal y castañas; no se puede, ni antes ni después (ni unos ni otros), querer contener la pandemia y favorecer por votos (ni un poquito ni nada) la relación sociales, cuando la mayor parte de la población estaba concienciada del sacrificio. En lo más doméstico, resulta igualmente difícil de entender la irresponsabilidad de las personas que son incapaces de privarse de relaciones sociales de riesgo (que nos matan a todos), apelando a la estulticia (somos amigos de toda la vida…); dejando las autoridades sin sanciones hechos graves (fiestas…).
En la devastada economía, que todos entendemos, también debiéramos comprender que es simple y llanamente la bolsa o la vida. Ahora llega la tercera ola como caída de cielo; como si nadie fuera culpable; se esperaba…, pero parece que no nos hemos comportado bien. Es realmente lamentable el panorama de una muerte anunciada. La esperanza de las vacunaciones –que también tiene su segunda parte– deja durante meses los entresijos de una elevada mortalidad de muchos que no van a poder ya disfrutar de sus vidas. Una vez más se ha impuesto la estulticia al sentido común; una vez más advertimos nuestra incapacidad para entender la Historia, aunque tengamos lecciones delante de los ojos. Ni siquiera teniendo cerca la verdad de la pandemia.
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