Hoy no hablo de usted. Estamos en caída libre. Somos una sociedad en absoluta decadencia. El epílogo del capitalismo financiero. La última cerveza: la que sobra. Agonizamos en un sueño que te hace despertar para beber agua o peor, para mear: la realidad. Somos viejos en una insoportable adolescencia. Esta modernidad líquida en la que para ser moderno sólo basta con parecerlo. Y no. Somos un país de paletos y eso no lo digo yo, lo decía Antonio Machado hace 100 años y aquí seguimos a vueltas.
Una mujer a la que amaba y me abandonó me dijo una vez que la vida no era ver la primavera en todos lados como hacen algunos poetas. Me dijo también que la vida es sucia y duele. Yo lo sabía pero miraba para otro lado. La realidad no es optimista y resistirte a eso es una batalla perdida. En el colegio los niños son crueles y no hay más. Un recreo diario a partir de los 12 años es la guerra más grande que puedes librar. Y las batallas hay que darlas se ganen o se pierdan por el mero hecho de darlas; y los niños y las niñas lo saben bien, aunque tú ya no te acuerdes.
El otro día me pasó una cosa: llegué a una tienda de mi pueblo donde compro mucho porque no me gusta comprar por Internet porque quiero que el comercio local no muera y de rebote vi el paquete de Amazon en la trastienda donde venía lo que yo había encargado. Todo se cae. Lo dije antes: estamos en absoluta decadencia. Sé que no es un buen ejemplo, pero coño; así no se puede. Me cago en todo lo neo-rural.
Vivimos en una inocencia paleta que nos anestesia. La alienación marxista del siglo XXI. No vaya a ser que pase algo (como se dice en los pueblos): que tu jefe se enfade, que tu cliente del comercio se vaya a otro, que el café del bar de enfrente sea más barato, que tu novia se vaya con otro: la duda en la que no sabemos vivir. Y, señora mía, las certezas no existen. Somos la ridiculez.
Hay semanas que después de tanto (y con lo que he contado aquí) sólo estoy contento cuando limpio el coche, en fin de semana, y lo dejo reluciente. No hay nada más triste. Bueno, sí que hay algo más triste: hacer la cama justo antes de acostarte porque no te ha dado tiempo por la mañana. Eso es el capitalismo: sentirte mal porque al acostarte después de un día eterno no quieres dormir en tus propias sábanas desechas.
Esta semana he estado muy pendiente del debate que ha habido en torno a la escritora Ana Iris Simón (Feria, Círculo de Tiza) porque delante del Gobierno de España ha dicho un par de evidencias: que vivimos peor que nuestros padres (tengo 36 años) y que en los pueblos no basta con poner Wifi para salir adelante y que si quieres tener hijos casi no puedes porque no te llega ni para pagar el alquiler en una urbe que te come porque, claro, en el pueblo no hay trabajo. De falangista para arriba la han puesto, de rojiparda y más. La batalla del recreo.
Vivir en los pueblos y de los pueblos es un acto de valentía. La inocencia paleta. Sin embargo, es el último reducto para muchos y muchas. Llenar el frigorífico no es una tontería. Sin embargo, de nuevo, observo el abandono que tenemos, observo la decadencia de un mundo donde, como decía Ana Iris, no tendremos techos para poner placas solares. Es indecente. Y es indecente y además, es insoportable; por todo esto, hoy (quizás cuando leas esto ya no lo esté), estoy en contra de la esperanza.
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