El otro día en la puerta de un bar mientras fumaba, hablaba con Antonio y su madre sobre la culpa y el perdón. Esto último es una de las cosas que más me obsesionan en mi vida. Eso, y el punto del arroz. Que me perdone esta familia por arruinar así un jueves por la noche. La impronta de la cultura católica en nuestras vidas es tan tremenda que tenemos la irremisible necesidad de ser perdonados a razón del terrible veneno de la culpa y del pecado que se derrama sobre nosotros. Nacemos culpables y el bautismo es nuestro primer perdón. A partir de aquí todo es historia.
Muchas veces imagino a dos amantes acercándose, sucios, después de pelearse, de insultarse. Después de odiarse en el momento. Hablarse mal es una condena terrible. He aquí las culpabilidades y los perdones del amor. La exención de responsabilidad como en los seguros. Un ya te llamaré. O como lo que mejor sabemos hacer en España: echarle la culpa al otro de que eres imbécil. Pero no sabemos vivir de otra manera. La vida en común. El amor es el pollo asado del domingo a mediodía: pelear por un trozo seco de pechuga que los dos queremos. Y ceder. Bañarte en el mar y tener la necesidad de buscar la sal en tus labios. No hay más. Salvo volver.
Tocar a alguien a quien quieres pero que has odiado durante un instante es algo terrible y extraordinario a la vez. Como la música en francés: que es maravillosa pero la odias, y te odias a la vez, por no entender su perfección. La vìe en rose. El abrazo tras ese perdón es la hostia, es un paraguas en un día soleado que parece que no hace falta pero si te lo brindan, alivia. Qué putada todo esto.
Ser responsable es más difícil que sentirse culpable; pero sobre todo es más difícil que pedir perdón. Sobre todo pedir perdón a quien quieres. Qué horror, maldito sea el pecado original que todo lo trajo. En ocasiones el perdón es simplemente quedar bien. Como enjugarte las manos sólo con agua porque no tienes el jabón a mano: aparentar. Un cinco en un examen.
Nada que merezca la pena resulta sencillo. Todos los sabemos. Aunque soy más de que algo merezca la alegría. Jodidas metáforas. Me gustaría ser Ángel González y ser Dios y hacer un ser exacto a ti. Crujirte los dedos para sacarle las mentiras que dijo García Márquez. Todo esto es la estupidez y la esperanza a la vez. Llorar por quién no lo merece. La contrariedad.
No hay más culpa que cuando te encuentras con esa conversación que estaba perdida. Es como cuando te enfrentas a una persona señora mayor en la cola del supermercado, que te sientes mal si le llamas la atención; pero es que es intocable. Y justo ahí, te das cuenta de que la culpa y el perdón están vacías, que no existen: lo que existe es la responsabilidad o la ventaja de tirar para adelante pase lo que pase. Como un matrimonio herido; en el que la culpa y el perdón no existen.
No hay comentarios