Por Juan Andrés Molinero Merchán

 

La desmemoria más completa, de la muerte, se quiebra por dos días. La festividad de los días de los Santos y Difuntos que la Iglesia Católica celebra en días separados fue siempre un conmemoración de raigambre, de profundas creencias religiosas, completamente contextualiza e imbricada en sistemas existenciales tradicionales. Las grandes civilizaciones del pasado (Egipto, Edad Media occidental, China, mundo Precolombino…) están, se quiera o no, completamente vertebradas por el hecho religioso, que condiciona existencias, poderes políticos, estructuras sociedades y formas culturas de pensamiento; filosofías y pensamientos profundos, existencias y formas artísticas. No entramos a valorar esa perspectiva, imposible de hacer en cuatro líneas, pero sí reflexionar someramente. 

Hoy día el mundo en su globalidad gira por otros derroteros. La muerte se ignora de forma rotunda a diario y se disfraza a espuertas para no entrar en disquisiciones metafísicas, religiosas o reflexiones de cualquier naturaleza. Este mundo de vértigo, en el que vivimos, está mediatizado por varios parámetros que nada tienen ver con esa muerte que representaba, en el pasado, la otra cara de la moneda de la vida. Ahora los fundamentos existenciales se encuentran en las nuevas tecnologías, en bases económicas bien conocidas (ideologizadas), globalidad a ultranza y un compuesto cultural tan heterogéneo que resulta prácticamente imposible determinar sus pilares, proyección de futuro, o el sedimento que se busca en su definición existencial. La muerte, decimos, ha desaparecido de nuestras vidas en los rudimentos más prosaicos y en las profundidades conceptuales. La vida de aquí lo define todo, porque no tenemos ni queremos tener otras perspectivas. Nada de otros mundos. Nada de posteridades. Nada de antepasados. Prima el aquí y ahora, y nada más.

El sistema económico abunda  en avivar la llama de una existencia frenética, consumista, de idas y venidas, posesiones, etc.; fotografías a espuertas viéndolo todo (sin ver nada), apostando por encontrar la satisfacción más rápida y mejor. Esta es la estampa del vértigo de nuestro tiempo que retrata un mundo urbanita e indefinido, globalizado y extraordinariamente diverso. Han desaparecido los ritos de antaño, las religiones embargantes y sus proyecciones materiales. Seguramente que hemos sustituido esas religiones por otras que (tecnología, consumismo…) también nos tienen arrodillados día y noche. Que nos imponen lenguajes, glorias y miserias; que cuentan con los gurús que dirigen la escenografía desde bien arriba.

Los días de los Santos y difuntos quedan, simplemente, para quebrar mínimamente un mundo distinto al del pasado, distante y completamente alejado en sus principios. Son también festividades fagocitadas por la percepción actual de nuestra existencia. Halloween triunfa a sus anchas entre jóvenes y mayores con una recepción de la muerte buen distinta a la tradicional: mirada con desenfado, sarcástica y caustica, procaz, mentirosa y seductora hasta el extremo. Es un buen retrato del mundo en que vivimos. Teatralidad y escenografía a espuertas. Poco más que estampas de poliuretano, esporádicas y desenfadadas, con los campos santos revestidos de color, como jardines paradisiacos que engalanan la muerte sin apenas vislumbre de tristeza ni dolor; es una cortina amable de algo que no existe, que se quiere desdibujar y comprender de otra manera.  

El presente existencial, que todo lo sabe, y positiviza extremos de satisfacción a ultranza, no deja estela alguna para el mañana. De nuestros antepasados quedan fotos, pocas, pero dicen mucho; quedan recuerdos de identidades, singularidades personales y registros pasados que nos conmueven y permiten recordar a padres, tíos y vecinos con mirada muy definidas. De aquellas vidas quedas y distintas aún vibran sus voces y brillan sus caras; recordamos sus oficios, actitudes y principios de vida; nos dejaron imágenes muy nítidas en nuestra retina que no olvidaremos jamás. Son los Santos y Difuntos de otros tiempos, de otras vidas y existencias. Son nuestro pasado más sentido.