“Empezaré diciendo que yo también soy tonto.”
Hilario Ángel Calero
Para que vamos a andarnos por las ramas, dejemos las cosas claras desde el principio. Llevo años sospechándolo: Cuando como, cuando paseo, cuando pienso en lo que pienso y me paro a reflexionar en lo que atraviesa mi cabeza, como vuelos cortos de gorrión que saben a dónde van, pero que no van a ninguna parte. Y, sobre todo, cuando me miro al espejo. Ahora que es una certeza: Empezaré diciendo que yo también soy tonto.
Dicho esto, me quedo mucho más tranquilo. A partir de ahora, ya no tengo que demostrarte nada. No debes esperar de mí grandes gestas ni sesudos razonamientos y cuando veas que me río de detalles inconvenientes, sé indulgente y piensa que es la risa de un tonto. Tal vez ahí encuentres argumentos para disculparme.
Esta mañana, dispuesto a exhibir mi nuevo estatus, como Supermán, me he puesto los calzoncillos encima de los pantalones: ¡No había ni unos tristes leotardos en la casa! Me veía a mí mismo fantástico: ceñido donde conviene y más suelto dónde interesa. Reforzando los rasgos de mi personalidad, dispuesto a comerme el mundo y, si llega el caso, enderezando tuertos y desfaciendo agravios.
La sorpresa me la he llevado al salir a la calle, al parecer, el personal que habita estos espacios geográficos no se halla muy familiarizado con el mundillo de Hollywood y los superhéroes. Me miraban, entre sorprendidos y escandalizados, como si fuera una atracción de circo.
Al principio, lo admito, quedé algo decepcionado. No esperaba un recibimiento entre aclamaciones, pero tampoco esas bocas abiertas de sorpresa y espanto. Casi había decidido volver a casa y vestirme como dicen que manda Dios y negar todo lo que acabo de escribir…
De pronto, ha llegado hasta mis oídos el reclamo de una música celestial, debía de ser algo parecido a lo que relata la Biblia que cantaron los angelitos el día que nació el niño Jesús en un portal perdido de Belén, entre borregos y pastores y gallinas y reyes… Miré con atención y, en efecto, en mitad de las nubes, un coro angélico de manitas juntas a la altura del pecho y afinadas voces salmodiaba. Me sorprendió que todos lucían unas gafas de pasta negra antiguas (o modernas, que eso nos lo dan arreglado los dictadores de la moda) y me miraban, como otorgando -así lo interpreté- su beneplácito y transmitiendo seguridad plena a mi proceder, por extraño que pudiera parecer al común de los mortales.
Entonaban una melodía indescriptible y armoniosa hasta el embeleso. Con el arrobo místico me costó captar la letra pero, al cabo de un rato de forzar mi atención, me percaté de que, o se burlaban de mí o me habían copiado el texto… Lejos de ofenderme y perder el tiempo reclamando que yo lo vi primero, me uní con énfasis a los coros celestes y canté, tratando de no desentonar: Empezaré diciendo que yo también soy tonto. Primero en un susurro y, enseguida, a pleno pulmón: ¡Empezaré diciendo que yo también soy tonto!…
Mucho después, canturreando aún la divina melodía de este recomendable ejercicio músico-vocal, caminaba más aliviado, ligero y seguro de mí mismo. Creo que, de haberlo intentado, hubiera podido volar y dar una vuelta supersónica a la Tierra, como Supermán. Continué mi camino a pecho descubierto y con la cabeza bien alta. Y, justo en ese momento, un señor muy parecido a los ángeles cantores se asoma por una ventana y me suelta: “Si esta revelación llegase a todos los seres humanos, nos ahorraríamos mucho acoso y mucho maltrato hideputa (que para despistar llaman mobbing o bullying) y hasta más de una guerra”.
Por desgracia, pensé: Nos aburrimos de discursos vacuos y las grandes verdades nos suenan a música celestial. Y me conformé, convencido de que un asunto tan trascendental no se halla al alcance de cualquiera.
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