Hay conversaciones que sin querer y sin pretenderlas te llevan a algunos de los sitios más profundos de aquello que puedes recordar. No pasa mucho, pero pasa. El domingo pasado mientras compraba flores, aunque luego no compré flores, para regalar por la Virgen del Carmen a mi madre, ocurrió.
Mª Ángeles que ya sabía a lo que yo venía cuando me vio entrar por la puerta de su floristería o quizás lo sabía incluso antes de que yo llegara a su casa porque conoce a mi madre y me conoce a mí y es la cosa bonita de los pueblos, me preguntó qué quería. Fue entonces cuando ya no quise comprar flores y pensé en comprar una planta para que mi madre la sembrara en su patio y lo pensé porque me imaginé a mi madre regándola y cuidándola con mimo todos los días. A veces la belleza de algo no está en el espectáculo de lo inmediato sino en el cuidado del día a día: la diferencia entre enamorarse y el amor.
Y fue justo ahí cuando ella me dijo una palabra que yo ya no recordaba pero que me hizo recordarlo todo: La Dama de Noche. En mi caso la Dama de Noche con sus pequeñas flores blancas es mi infancia todas las noches en el patio de la casa de mi abuela y que ahora es el patio de la casa de mi madre. Y pensé que no habría regalo mejor. Y pensé en llegar al patio y volver a ese olor y de hecho casi lo olí o lo olí y vi a mi abuela sentada en su silla de enea. Y hablamos del patio de mi madre y hablamos del patio de su madre y de esos instantes que tienes clavados en la retina gracias a los olores y a los sabores. Dijo: «Recuerdo cuando terminábamos de comer y mi madre preparaba melocotones para comerlos en el patio: cuando los melocotones sabían a melocotones». Y yo también vi su patio y vi el color brillante de los melocotones pelados y troceados en una fuente sobre una mesa a la sombra.
Fue justo ahí cuando se me ocurrió toda esta parrafada. Y pensé en mi patio y en su patio y en todos los patios y que al fin todos los patios son el mismo patio: la familia y las sábanas blancas tendidas al sol a media mañana. El patio sois tú y tus primos en verano mientras os regáis con la manguera. Y jugar. Y las salamanquesas por la noche. Y la flama en las siestas en las que no te quedabas dormido o dormida. La cal de las tapias que refleja el sol de agosto y las cortinas de canutillo de la puerta de la casa. El pozo y las vecinas asomándose a preguntar si había venido la niña de Madrid.
Los zócalos pintados de verde o azul sobre las piedras de una tapia encalada al final de la primavera eran el encaje perfecto con las plantas que regaba el abuelo cuando se pasaba la calor. Y son el patio igual que la mesa puesta con un hule de colores y cada silla y cada tenedor de un color. Y estábamos todos. Ya lo dije en este periódico: la nostalgia bien llevada está bien y añado: es necesaria porque vivir es también revivir.
Todo lo que digo aquí lo digo para que en esta vida acelerada en la que los melocotones ya no saben a melocotones construyas tu patio y lo llenes de los olores, los colores y los sabores que formarán parte de lo que te queda de vida y de la vida de los que allí hoy y mañana habiten.
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