Con cuanta frecuencia se olvidan, casi siempre, las lecciones que ofrece la Historia. El caluroso infierno que soportamos aviva con mucha crudeza el recuerdo de un patrimonio cultural desgraciadamente ignorado, completamente olvidado y denostado de forma insensata. La desaparición desconsiderada de la arquitectura tradicional resulta cuanto menos estridente en los núcleos rurales, arrollados por ínfulas urbanitas de progreso y desarrollo, nuevas competencias vitales (económicas) y existencias distintas de nuestras viviendas. Evidentemente hay cosas que se comprenden bien (porque es otro mundo), otras no tanto (no preservar lo bueno).
Cuando hablamos habitualmente de la recuperación del patrimonio cultural, en sentido amplio, casi siempre lo hacemos de forma aquiescente comprendiendo los legados valiosos en lo que representa el resguardo en términos culturales, más teóricos que prácticos (desde un punto de vista intelectual); sin embargo, pocas veces entendemos que el patrimonio cultural es valioso más allá de la consideración teórica del recuerdo o el carácter museístico, pues posee valores materiales aprovechables para nuestra existencia. La arquitectura tradicional posee en la Casa-vivienda de Los Pedroches una maravillosa validación e interpretación del patrimonio cultural. Las temperaturas continentales de nuestra tierra (muy altas y bajas) –no solamente ahora, sino desde siempre– permiten comprender muy bien un legado material que hemos eliminado y arrinconado en términos calamitosos.
Nada hay más elocuente que una vivienda tradicional para experimentar que nuestros abuelos entendieron bien el medio geográfico sabiendo adaptarse a él, asumiendo principios ecológicos tan valorados actualmente, estilos de vida satisfactorios y sistemas de subsistencia solventes (agropecuaria).
Nuestras casas tradicionales fueron siempre, decimos, la mejor estructura material de supervivencia. Las construcciones conforman en los ámbitos rural y urbano un hábitat completamente definido en principios de racionalidad. El calor de nuestros días me recuerda, a bote pronto, la magnificencia del aprovechamiento de materiales (piedra, barro…) para levantar cajas murales (paredes gruesas y opacas) que impiden la penetración de los calores y fríos, con el subsiguiente encalado exterior que es santo y seña de protección varia; con mayor enjundia se construyeron las viviendas con escuálidas luces (que entonces no se precisaban) para aminorar los rigores del tiempo (frío y calor); asimismo los suelos terrizos (regados de agua fresca) y solados con baldosas de barro cocido que mantienen a buen recaudo los frescos (con riego diario) y cálidos calores del agua y del uego del hogar.
Los mayores quilates de la vivienda tradicional se encuentran en la organización interna de los espacios, como es bien sabido. No son ambiciosos programas arquitectónicos de un palacio, no, pero en absoluto carecen de solvencia. Con cuanta sabiduría se calman los calores del estío disponiendo el espacio vividero en línea de vereda directa con el patio, corral y huerto; con cuanto conocimiento se dispone el imprescindible pozo y la fresca vegetación (parras, trepadoras, olivos, perales, frutales…), sabiamente elegida, para generar corrientes en la casa, enfriando el aire con principios de evaporación; al tiempo que evitan el polvo y contribuyen a proporcionar sombra y alivio visual y psíquico. El frescor del patio-corral facilita corrientes de aire fresco en verano, protegiendo en invierno con aire más cálido. Qué decir de las sempiternas cantareras, botijos y tinajas de las cocinas y bodegas. Más aún, porque la casa tradicional coadyuva otras estructuras de la vivienda al servicio de la meteorología.
La cámara constituye una pieza fundamental al servicio de la economía agraria, pero también representa un recurso fundamental de protección meteorológica, pues la función reguladora del tiempo (temperatura, humedad, agua…) es esencial: como espacio superior de protección del ámbito vividero (en invierno y verano); generando corriente a través de los ventanucos de aire desde fuera hacia adentro, amortiguando la temperatura interior, refrescando las estancias interiores en verano; y caldeando y protegiendo como férreo escudo de las bajas temperaturas en invierno. No son pocas, dichas a bote pronto, las bondades de nuestras casas tradicionales, que sin mucho miramiento hemos eliminado sin avalúo certero en términos abultados. La frescura del patio, el verdor de la vegetación y el descanso vividero son referencias no simplemente visuales, sino corporales y psíquicas. Calidad de vida a la que alegremente hemos renunciado con mucha soltura (mayoritariamente). Como decimos, la comprensión del patrimonio cultural, no es simple y llanamente la comprensión intelectual de un legado, es sobretodo el sabio conocimiento y aprovechamiento real de lo que representa en términos existenciales satisfactorios.
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