“Estoy tan ocupado en engañarme a mí mismo que no tengo tiempo para engañar a los demás.”
Hilario Ángel Calero
Me despierto descansado, relajado,… feliz. No tengo un motivo especial: ¡La vida, en general, me trata tan bien! Me hago el remolón un par de minutos y, antes de levantarme, ya sonrío de oreja a oreja para mí y para el universo.
El plan para hoy es sencillo: Desayuno familiar relajado, untando las tostadas con calma y saboreando el café a pequeños sorbos. Alguna fruta del tiempo –comida sana- lavada en el agua cristalina que brota de los grifos de mi casa. El agua, un bien escaso que vigilo y disfruto en cada una de sus gotas. Acto seguido: ducha tonificante –que nada ni nadie me enturbie ese momentazo- consumiendo el indispensable bien escaso, mientras canto un aria, que ya quisiera Pavarotti. Me afeito sin prisa y charlo con ese amigo que me contempla desde el otro lado del espejo, observando cómo -pese a los cumpleaños- los años no parecen pasar por mí. Ensayo alguna pose con mueca que pueda resultarme útil y, embriagado por la simbiosis entre la colonia y mi piel, procedo a vestirme. Lo hago con despreocupación: Convencido de que cualquier prenda de mi vestuario ha de sentarme bien.
Concluidas las tareas de puertas adentro, salgo a la calle y me dispongo a comerme el mundo. Y todo el mundo me saluda y yo respondo con agrado y educación exquisita a todo el mundo. La mañana tiene tan buena pinta… ¿El trabajo? No sé si llamarlo así, aunque suene tópico, más que trabajo he de nombrarlo placer: Las horas vuelan y la tarea que desempeño es tan provechosa para la colectividad, que me colma de orgullo y satisfacción.
Unos minutos para un segundo café, ojear los periódicos en mi celular y ponerme al día,… me resulta más útil alcahuetear en algunas redes sociales. Los ignorantes ignoran el conocimiento que dichos espacios de convivencia atesoran y lo mucho que se aprende en ellas. Total, para perder el tiempo con información política… Me fío ciegamente de nuestros próceres, elegidos en las urnas como la Constitución manda. Igual me sucede con la economía, lo sé: ¡Estamos en buenas manos! Los artículos de opinión no me interesan, si acaso, uno o dos autores consagrados que, por supuesto, opinan como yo. ¡Ahí sí que no me la juego!
El almuerzo es relajado, una nutricia comida casera que colma mi esfuerzo generoso. En la sobremesa me emperezo y me dejo llevar: ¡Ah! ¡La siesta! ¡Capricho de dioses!…
¡Carajo, qué mal me ha sentado la siesta! Debí de perderme en el Olimpo y hasta he soñado… que era atleta olímpico…
“… y antes de efectuar el salto de altura (son las palabras de mi entrenador) es esencial visualizar de manera optimista todo el proceso que ejecutaremos a continuación: La carrera, el giro, la batida, el tirón de las piernas hacia arriba, la caída sobre la colchoneta, salvado el listón, el aplauso del público y nuestro saludo agradecido.” Además -un tipo con imaginación como yo- me preveo envuelto en la bandera, dando la vuelta de honor al estadio… Sin embargo, pese a mi perfecta visualización previa, algo se ha torcido y he derribado el listón, que me ha golpeado en la cabeza con toda su mala leche…
Ahí ha terminado la siesta. Para irme despejando, pulso el mando a distancia de la tele: Un cómico (arropado por carcajadas y aplausos en lata) se retuerce de risa con sus propias ocurrencias: “Estoy tan ocupado en engañarme a mí mismo que no tengo tiempo para engañar a los demás” (y más risas de amparo en conserva). Yo, nublado el entendimiento, atascado, soy incapaz de volver a prever mi placentera existencia. Apenas consigo vislumbrar, entre la bruma, una lechera – ¿Veo visiones?- que canturrea por un camino…
Me rasco la cabeza donde me atizó el listón y, junto al chichón, me brotan reflexiones y serias dudas acerca del valor de la visualización previa, para lograr verdaderos saltos de altura.
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