No sé realmente si da risa o pena. No sé siquiera si se entenderá la reflexión sobre un tema de tanta trascendencia, trivializado no solamente en pequeños eventos, sino en la incorporación cultural masiva de profundas repercusiones. Nos referimos a la aceptación calamitosa, totalmente asumida, de la celebración de Halloween y sus derivadas (trick or treat…). Nada tenemos en contra de cualquier manifestación cultural de carácter nacional, regional o local, foránea o allende las fronteras; todas ellas son dignas de estima y consideración en tanto que reflejan infinidad de trasuntos culturales, económicos, sociales o de otra naturaleza; representan sin duda las esencias de los pueblos, caracteres y rasgos identitarios en espacios determinados, momentos concretos y en relación con las historias de los colectivos.
Lo que molesta es sin embargo la poca mesura que desplegamos en asumir lo de otros con la mayor alegría y desparpajo del mundo, sin mayores filtros que los de subirnos al carro del divertimento sea cual fuere. Tal es el caso de la festividad citada (disfraces, fiestas….), que se ha impuesto en nuestras vidas como una fiesta irrenunciable en la que los medios de comunicación nos embargan sin piedad, con nuestra aquiescencia, a vivir con desparpajo como algo propio. Resulta lamentable por el seguidismo irracional, que desgraciadamente acabamos asumiendo con sonrisa bobalicona y atuendo de esperpento. Nada tengo tampoco en contra el profesorado (de idiomas, u otro cualquiera…) que utiliza este recurso (como otros) para motivar al alumnado hacia el conocimiento de una lengua y cultura a través de esta festividad y sus muchas posibilidades didácticas. Desgraciadamente no es solamente en el espectro educativo donde se impone de forma inmisericorde, sino en calles, plazas, jóvenes, viejos…, etc., y un sinfín de resortes culturales (supermercados, tiendas…).
Resulta chirriante la incorporación de fiestas y tradiciones, explicaciones y conocimientos (si es que de verdad se comprende por todos los que lo celebran con alharacas), dejando de lado las propias, que son bastante más enriquecedoras que aquéllas, de más amplio espectro conceptual y completamente vinculadas a nuestra historia, antepasados y tradiciones propias. Nuestras fiestas de los Santos y Difuntos que celebramos en estos días, con los prolegómenos de Navidades, no tienen nada que envidiar a las supercherías que se nos imponen desde fuera, aunque nos resulten muy divertidas…, y los jóvenes entren mayoritariamente al saco de cualquier diversión festera. Llama la atención de forma estrepitosa, decimos, escuchar en los centros educativos las explicaciones de las fiestas anglosajonas (o de otra índole), dejando en saco roto las miles de perspectivas propias. Poco hay que ahondar en España para que salgan a flote la infinidad de actividades que se realizaban en nuestros pueblos en la secante de la muerte, de la festividad religiosa y civil. Las restricciones de carácter religioso tenían lógicamente su contrapunto de celebraciones varias, algarabías a espuertas y socarronería incontinente; las fiestas de difuntos, prolegómenos y epílogos eran prolijas en funciones dispares, actitudes irreverentes, vestimentas tétricas, alimentación especializada de época y mil razones más que no es preciso recordar; aunque tal vez sí, porque si se imponen las supercherías festeras foráneas es porque no se conocen muy bien nuestras tradiciones, ni en superficie ni en el fondo.
Hoy me ha recordado el machacón “trick or treat” que celebran en las escuelas, con fruición, la infinidad de rondas que se hacían en nuestros pueblos por estas fechas en las que se cantaba por las calles, solicitaban limosnas, desplegando mil alegrías (y tristezas, claro) y divertimentos al concurso de jóvenes y no tan jóvenes recorriendo las casas para la recaudación de ánimas. Con mayor o menor sentimiento de tristeza. En el tenor de las celebraciones de antaño, no son pocas las letrillas que se cantaban con hondo sentimiento, o las consabidas obras literarias que espolean a espuertas los temas tétricos de la muerte; ahora simplemente salta a la palestra –en términos testimoniales– la inolvidable obra de Zorrilla (Don Juan) que se muestra simplemente como portaestandarte de un mundo creativo de literatura que se nos escurre entre las yemas de los dedos, porque los jóvenes bastante tienen con disfrazarse y divertirse a la manera de otros. Como decíamos al comienzo, dan risa estas supercherías que adoptamos como niños, sin un mínimo de reflexión, ofreciendo un panorama amargo de tristeza
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