Querida Luci:
Además del ruido, el bullicio y puntualmente las salvas y el rataplán del tambor, si un sonido –casi una banda sonora- caracteriza el día de la romería de la Virgen de Luna es el tañido de la campana. A ratos, la escuchamos con nitidez desde cualquier punto de los ruedos del santuario, en otros momentos, concentrados en nuestros asuntos, casi nos pasa desapercibida y olvidamos que continúa allí, pero basta prestarle oídos un instante, para volver a sentirla, obstinada y alegre. Es imposible, si se acude al santuario de la Jara en día tan señalado, ignorar su humilde y machacona melodía, a pesar de las salidas de tono (y volumen) de otros artefactos.
El constante repicar de la campana de la Virgen de Luna contiene, necesariamente, dos planos: Abajo, en la tierra, es soga, rústica soga de nuestros orígenes y es manos anónimas que la agarran y tiran de ella. Manos que se relevan en una sucesión interminable. Manos de niño, manos de mujer, manos de abuelo. Manos de fervientes creyentes y manos de ateo. Manos que llegaron de lejos, pasados los años, y se abrazan a la soga como lo harían a aquellas otras tiernas y añosas de su madre. Manos aupadas por otras manos. Manos de bocas que sonríen. Manos de ojos que no saben cerrar el paso a las lágrimas. Manos que se tornan recuerdos. Manos que nacieron lejos y levantaron aquí su casa. Manos que se despiden. Manos que te dan la mano. Manos de pies que siguen en camino… Manos de Villanueva y manos de Pozoblanco. Manos de pueblo. En el otro plano, de tejas arriba, más cerca del cielo, el sonar de la campana es acción de gracias, tradición, plegaria, alegría, seña de identidad,… y poco importa cuáles sean las manos que, en cada momento, la animan a bailar y cantar. Me alegra esta imagen de las manos de los pozoalbenses relevándose y aunando voluntades para lograr un objetivo común.
El inconfundible tañido que nos acompaña durante la romería inspiró a Andrés Garrido unas conocidas sevillanas que popularizaron Los amigos del pueblo. Este año, el domingo 7 de febrero, ese son tan nuestro no va a flotar en el aire y, si lo hace en algún momento, sonará a otra cosa. Con pesar, constataremos que “La campana de la ermita / guarda silencio”, como pregonan los versos de aquella copla, que me han regalado el titular.
Quién podía imaginar hace menos de un año que, entre aquel sonar incansable y este silencio, se limitaría nuestra movilidad, perderíamos el derecho de reunión, se empobrecerían nuestras relaciones, nos alejaríamos de familiares y amigos, se recortaría nuestro ocio, se suspenderían viajes, se eliminarían las manifestaciones de cariño, desaparecerían demasiados puestos de trabajo y peligrarían muchos negocios, se ensombrecería nuestro ánimo, cambiarían no pocos de nuestros hábitos de conducta, daríamos un prematuro y traumático adiós a algunos de nuestros seres más queridos… y aprenderíamos, sin necesidad de consultar el diccionario, el significado de mascarilla, alarma, distancia o confinamiento. En este camino romero que discurre por entre las encinas y la nueva anormalidad, llevamos una temporada (van dos romerías) caminando con el paso cambiado y, seguramente, la situación se va a alargar más de lo que deseamos. No sé, ni voy a intentarlo, adivinar el futuro, pero confío en que, por seres humanos, acabaremos adaptándonos, aunque para ello tengamos que pagar (ya lo estamos haciendo) un altísimo precio.
Alguien me contó que, antiguamente, cuando la fiesta pillaba a una familia en la sierra, en plena recogida de aceitunas y sin posibilidad de acudir a la romería, los padres (como aquel Guido de La vida es bella) elegían para ese domingo por la tarde un paraje bonito, un otero con peñascos al sol y buenas vistas y se desplazaban con sus hijos para “esperar y ver pasar a la Virgen de Luna, camino de nuestro pueblo”. Les señalaban un punto en la lejanía y aseguraban que por allí pasaría. Había que tener muy buena vista –y mucha imaginación-, pues la distancia era grande, pero que en un día claro… y se montaban turnos de guardia, se jugaba, se cantaba y se comía la merendilla: un hornazo casero (los más afortunados) o alguna perruna sobrante de la Navidad (los que no tenían esa suerte) y unas naranjas. Cuando comenzaba a refrescar, convencidos de que la patrona debía estar muy cerca del Arroyo Hondo, se iniciaba el camino de vuelta al serrano cortijo, mientras alguno de los niños aseguraba, con rotundidad, haber visto avanzar las andas por el lugar indicado por sus padres… ¿Quién sabe desde cuántos puntos dispares e imposibles de la sierra, se había divisado aquella tarde a la Virgen de Luna, acercándose a Pozoblanco?
Querida Luci, pues no puedo evitar la quietud ni el silencio de la campana en su espadaña de La Jara, tal vez me toque aprender de ellos y valorar lo que me pierdo cuando no presto oídos y desprecio las pequeñas cosas que me amparan y acompañan a diario. A veces, también un silencio vale más que mil palabras.
¡Ojalá! Este extraño domingo de romería, al menos, tengas a tu lado a alguien que elija para ti un otero privilegiado con unos peñascos en los que el sol echa la siesta breve de febrero y, mientras te asegura que La vida es bella, te parezca que la campana de la ermita está sonando y que tú la escuchas con nitidez. Tengo la certeza de que, junto con mis paisanos, a la Virgen de Luna volveré mañana… a tirar de la soga de la campana, aunque esa soga, junto al calor de las manos, de momento, quede impregnada de gel hidroalcohólico.
A tu son y siempre tuyo.
Gracias a los que nos hacen la vida más fácil con su trabajo y su esfuerzo generoso. Y a las personas que sufren por la Covid-19 y a los pueblos de Los Pedroches que peor lo están pasando, un fuerte abrazo y mucho ánimo.
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