Por Juan Pedro Dueñas Santofimia

Una iglesia que genera escándalos permanentemente , ante los cuales no hace acto de presencia en la sociedad explicando sus posibles errores y solicitando, en su caso, el perdón, (previa reposición del daño causado) no puede ser una Iglesia que despierte las almas de los creyentes a quienes exhorta desde sus púlpitos a ejercitarse en la fe, como única razón exculpatoria.

El problema radical de la Iglesia, que viene arrastrando secularmente, no es la pérdida de la fe, sino el descrédito de la propia institución aferrada a sus tesis teológicas como únicos fundamentos de su permanencia, fuera de cualquier criterio de razón que pueda predisponer a los creyentes con juicios asertorios que, partiendo de evidencias incontestables y coadyuvadas con el ejemplo clerical, haga nacer en ellos la necesidad de profundizar en el conocimiento de la razón y, a  través de ella, llegar a la fe.

Una de las mentes más relevantes de la Edad Media, Guillermo de Ockham que vivió entre finales del siglo XIII y principios del XIV, fraile franciscano, negaba que nada universal exista fuera de la mente humana. La Iglesia sigue negando la razón y la libertad de pensamiento para el análisis. Privar a la razón por la preeminencia de la fe, como única entelequia para comprender la misión de los seres en el mundo, es mutar al ser humano. Todo aquello que no posa en la conciencia como conocimiento adquirido a través del análisis, se volatiliza ante la incomprensión en sí y el comportamiento nada ejemplarizante de “los pastores del rebaño”, que se limitan a cuidar de sus ovejas, bajo el permanente temor de la presencia del lobo. Las verdades apodícticas que sustenta como incontrovertibles, para justificar el conocimiento absolutamente verdadero, son desmentidas por su propio comportamiento.

Es preocupante el silencio que guarda la iglesia, ante las desgracias que asolan a los pueblos más oprimido por los poderes civiles, junto a los cuales por el contrario se posicionan, por su complicidad silenciosa, pretendiendo mostrar su estandarte mediante la llamada Acción Social de la iglesia llevada a cabo, la mayoría, por seglares, en lugar de exigir a los gobiernos que adopten políticas de igualdad y justicia social.

Jesucristo no dictó una doctrina a sus apóstolos, sino una forma de vivir frente a la realidad. No basó su existencia en la caridad a viudas y huérfanos, sino en la lucha contra los males que traían causa de la desigualdad y la injusticia en su tiempo, dando la cara frente al poder y jugándose, no literalmente,  la vida, sino de verdad. Dio la vida por la causa del amor a la justicia y a la igualdad

El Vaticano, con sus fieles, tiene bajo su mando el mayor ejército del mundo que, ha utilizado, en la más reciente historia,  contra los poderes civiles de los gobiernos nazis, condicionando sus políticas, aunque casi siempre se les ha vuelto en contra, por su ansia de poder.

No es ni suficiente, ni mucho menos aceptable que, a quienes tienen hambre y sed de justicia se les pretenda calmar con la fe ciega en que, aceptando humildemente las injusticias ganará el reino de los cielos.

La hipocresía y la resignación no son valores amparados por las Sagradas Escrituras, al menos a partir del Nuevo Testamento. Para pasar a ese cielo prometido hay que labrar el alma en la tierra y la  semilla clerical no puede germinar sino frutos amargos viendo su trayectoria histórica a través de los casi veinte siglos de su existencia. No es cristianismo ampararse en la resignación y en la obediencia a quien no ha querido conducirse de forma comprometida frente al poder de los Estados modernos, sino por el contrario, compartir las políticas de enriquecimiento a cambio de la mayor pobreza del resto del mundo. Esta iglesia clerical ha olvidado el evangelio de San Mateo, que de recaudador de impuestos pasó a evangelizar con la palabra del maestro. 

Para comenzar ese camino ejemplificador, que les otorgue autoridad para combatir las injusticias de este mundo los representantes de Dios en la tierra, podrían comenzar por devolver los inmuebles que fraudulentamente y en clara complicidad con los gobiernos de turno, han sustraído  a sus legítimos propietarios, sin necesidad de que esos propietarios tengan que obligarles a ello ante los tribunales, habiendo utilizado para ello procedimientos torticeros y a veces, incluso ilegales. Bien lo saben los representantes  del apóstol San Pedro.

Sólo en España se han apropiado de más de 35.000 inmuebles, so pretexto de ser edificios dedicados al culto y clero, cosa que no es cierta, pues la iglesia católica posee multitud de bienes inmuebles que no están dedicados a la labor encomendada por las Sagradas Escrituras, a los levitas.

El Nuevo estamento de San Juan, recoge la enseñanza de Cristo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Y si la doctrina de Cristo les parece ya lejana, sigan la más reciente carta encíclica de Pablo VI en su “Populorum Progressio”: “No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario”.

Estas y otras muchas contradicciones, entre el predicamento del evangelio y el actuar de la iglesia católica, son las que están socavando cada día más la fe y no, como pretenden argumentar, el uso de una  “razón enfermiza”. Tratar como  ignorantes a los creyente, desde la fe infusa, como un virus en sus almas, es una obra exclusiva de la propia iglesia. 

Pero, su capacidad de supervivencia a lo largo de los  siglos, les ha generado una destreza para hacer oír al sordo y ver al ciego; por el contrario,  el Vaticano está empeñado en seguir sordo y ciego, porque no hay peor sordo que el que no quiere oír ni más ciego que el que no abre su mente a  la realidad social, que tanta hambre y sed de justicia demanda, mientras el clero riega dogmas y credos desde sus púlpitos, y muestran sus púrpuras y aúreas conciliares  para debatir su garantía de subsistencia y el bienestar de sus jerarquías.