Aquí todavía no ha pasado nada. Ya sabíamos que la monarquía era una farsa cuando se nos impuso para la Transición, y lo confirmamos cuando el único argumento que esgrimían los reyes para seguir siéndolo, su sangre azul, dejó de ser válido cuando el heredero se casó con una plebeya. El pueblo lo aceptó y siguió con su monarca, porque todavía entonces y, al parecer, hasta hace dos días, confiaban en que al final de la Transición habría algo mejor.

Así que, si las instituciones, los partidos representados por Cánovas y Sagasta, los medios de comunicación y todos los demás elementos que han hecho que lo que debía ser cosa de unos pocos años se haya prolongado durante treinta y cinco, dan por hecho que habrá un heredero (aunque sus hijos no vayan a tener ya sangre azul), aquí no ha pasado nada. Y esos treinta y cinco años pueden convertirse, fácilmente, en cincuenta.

El ciudadano Juan Carlos de Borbón ha sido hábil. Sabe que, mientras Cánovas y Sagasta sigan turnándose el poder, el sistema-patraña en el que se ha traducido la Transición, está asegurado. Por eso se ha dado prisa, antes de que Rubalcaba se dé el piro y llenen el parlamento las personas que de verdad reclaman que esa Transición, esos años que debían ser un puente hasta un Estado igualitario, de su fruto. Así que, la esperanza no está en ese Parlamento de alternancia, que, cada vez está más claro, no representa ni a quienes han votado a Rajoy y Rubalcaba. La esperanza de los que sabemos que la sangre de todo Dios es roja está en las personas que se manifestaron ayer para pedir que se tenga nuestra voluntad en cuenta. Que se tenga, que el Estado pregunte al pueblo qué es lo que desea será la demostración de que la Transición termina, de verdad, en Democracia (¿no era ese su fin?). Mientras tanto, aquí no ha pasado nada.

 

*Nuria Fernández es periodista