El Miércoles Santo es para mí día de intensos contraste. Mis primeros recuerdos cofrades son del Callenuevo bajando por la Calle Feria, en la época de las ruedas. Mis últimos recuerdos son los del Señor de la Caridad discurriendo silente por las calles estrechas del centro de la localidad.
El Cristo de Medinaceli es el exceso, la cofradía de barrio, la bulla taruga que va a ver a su rey. El Cristo de la Caridad es la mesura, la quietud, el recogimiento.
El Cristo de Medinaceli es la unión de la asamblea. Ningún cautivo paseó nunca tan orgulloso por entre su gente. Porque el Miércoles Santo Pozoblanco es el Barrio de San Bartolomé. Los romanos no lo custodian, lo protegen. Y este Cautivo, este divino cautivo, no baja su cabeza avergonzado. Porque su barrio son las huestes de (voluntarios) ángeles que se aprestan a defenderlo de cualquier mal, aún antes de que Él lo solicite.
El Cristo de la Caridad es la unión con Dios, con uno mismo. Dulce silencioso por lo más profundo e íntimo de las calles de Pozoblanco, de las calles del alma.
No puedo imaginarme al Cristo de Medinaceli en solitario. Él es mi unión con el resto de hermanos. No puedo entender al Cristo de la Caridad sin mirarme, en su silencio, a mí mismo. Él es mi unión con mi yo más profundo. Uno es el palo horizontal de la Cruz que me acerca a la Humanidad. El otro el palo vertical que me acerca a lo infinito.
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