La noticia ha caído en los medios de comunicación con toda la contundencia posible, inapelable, con esa radicalidad que tienen las evidencias indiscutibles: el 40 % de la población andaluza está dentro del círculo de la pobreza. Todavía quedarán personas que intenten sacarle a ese dato alguna faceta positiva, o al menos restarle negatividad. Unos compararán con otros porcentajes afirmando que el aumento ha sido menor del que se esperaba. Se aludirá a circunstancias de lo más variopintas, para darle color a un panorama en el que domina lo grisáceo, cuando no el color más negro. La crisis se llevará la mayor parte de las culpas y se tendrán los mejores deseos – de eso que no falte – para que los que hayan caído en ese círculo puedan salir de él, como quien sale de presidio después de cumplir su condena. Más inmoral me parecen algunas comparaciones, oídas esta misma mañana con países del tercer mundo, dando pie a la conclusión sublime de que incluso los que están pasándolo mal en Andalucía, están mejor que en otros lugares del mundo. Pero el dato está ahí, y por muchas vueltas que le demos, es una realidad que habla de tres millones y medio de andaluces que han descendido por debajo del último peldaño que separa una vida con dignidad (al menos la mínima exigible en una nación que se autoproclama desarrollada), para entrar en los salones ruinosos de la escasez primero, de la necesidad de productos básicos después, hasta llegar al último eslabón que es pura y simplemente la miseria más negra. Esa es la realidad con toda su crudeza, y esa nitidez que hiere al menos a los que todavía conservan la suficiente dosis de sensibilidad para no admitir que las situaciones como esta son el fruto de coyunturas adversas o de castigos divinos.
Es evidente que la crisis ha incrementado el proceso de deterioro de la calidad de vida de una buena parte de la ciudadanía. Crisis orquestada y prefabricada (como todas) por quienes detienen el poder verdadero, el único que no se somete a ninguna regla, ley o precepto moral ni ético: el dinero. El dinero siempre tiene la tentación de incrementar su capacidad de influencia, y para eso necesita multiplicarse a costa de lo que sea, por supuesto de los derechos más básicos y sagrados de la inmensa mayoría de la ciudadanía. Los resultados son siempre los mismos: el crecimiento desmesurado de las fortunas de unos pocos supone el aumento de la pobreza de la mayoría. Codicia y ambición de poder van absolutamente unidos, en un juego maquiavélico que se ha repetido a través de la historia en secuencias siempre reconocibles. Pero ese poder, a menudo en la sombra, necesita una correa de transmisión, al menos en los países con una apariencia, más o menos real de democracia. Y en ese terreno entra el mundo, siempre turbio, de la política. Se ha dicho que la política era la única arma que tenían los pobres para defender sus derechos. En algunos momentos de la historia ha sido así, ahora mismo nada más lejano a la verdad.
Hasta ahora quedaba claro que existían, a grandes rasgos, dos bloques ideológicos con planteamientos distintos, al menos en cuestiones tan fundamentales como las referidas a lo social. Pero la política en nuestro país se ha convertido en una entelequia difícil de entender, y sobre todo imposible de estar de acuerdo con lo que todos los días nos toca vivir desde hace ya demasiado tiempo. Los partidos están ensimismados, pensando en problemas y situaciones internas; los mal llamados representantes del pueblo (y que se salve el que pueda) están más pendientes de situaciones personales. Se han ido igualando casi todos en un mismo nivel en el que destaca el bajo nivel intelectual y una insensibilidad incomprensible. La brecha es tan insalvable que ya no hay posibilidad, ahora mismo, de un acercamiento entre la mayoría de una población desahuciada, decepcionada, y eso que debiera ser un ejercicio imprescindible para la mejoría de una sociedad, sus condiciones de vida y su futuro. A la ineficacia habrá que añadir el alto grado de corrupción, del cual no se sale sencillamente porque no existe ninguna voluntad. A la situación de los partidos políticos y, en medio de este tsunami de iniquidad, también los sindicatos han quedado tocados bajo la línea de flotación. Está claro que este panorama no es nada propicio para tomar las decisiones adecuadas encaminadas a solucionar los problemas acuciantes de esos millones de personas que ya solo ven la vida como un eterno crepúsculo. Si en la derecha del espectro político las prioridades nunca han sido precisamente esas, la izquierda, al menos una parte, ha dado como buenas decisiones que son auténticos atropellos desde el punto de vista de la justicia más básica.
Si como se decía en la película El Padrino, la economía era el arma y la política decidía cuando se apretaba el gatillo, queda claro que esta ha cumplido ampliamente con su cometido, enviando a una buena parte de la población a una condena poco menos que definitiva. A estas horas, y en contra de lo que se está haciendo, todas las administraciones debieran concentrar todos los medios posible – y hasta los imposibles – para solucionar un problema explosivo. Desde el gobierno regional, pasando por la Diputaciones, hasta llegar al último ayuntamiento, la prioridad debiera ser esa parte de población que no tiene otro horizonte que la desesperanza. No podemos dar por bueno que la solución a esos problemas demasiado trágicos sea la caridad. No estaré nunca en contra, todo lo contrario, de las asociaciones que hacen una labor meritoria en una situación tan extrema. Vaya por delante mi reconocimiento a tantas personas que dedican una parte importante de su tiempo, dinero y esfuerzos para paliar situaciones de emergencia. Pero una sociedad democrática, justa, generosa y desarrollada por puede dar por bueno que la caridad sustituya a la justicia y al reparto equitativo de los bienes de este mundo. La solución está en la normativa que reprime los desmanes de unos, por ejemplo la codicia desmedida de los que nunca tienen bastante; que castigue sin remisión a los corruptos (a fin de cuentas se está apropiando de lo que pertenece a todos los ciudadanos, también a esos que día a día buscan su sustento en el cubo de la basura). Y por supuesto, la necesidad de una justicia distributiva. No se trata de que paguen menos impuestos los que deben de pagarlos, todo lo contrario; y es evidente que en cualquier presupuesto de cualquier institución pública la prioridad debe ir hacia esos colectivos desfavorecidos. Los parados no quieren limosna, quieren trabajo para seguir atendiendo a sus necesidades. Nadie espera que se le regale nada. Se equivocan los que piensan que muchos quieren un pan regalado que no ha costado esfuerzo. Ese pan suele ser más amargo que otros, y cualquier persona, por mucho que se haya complicado su situación laboral y económica, sigue teniendo esa dignidad a la cual todos nos aferramos.
El panorama es de auténtica emergencia, y por mucho que digamos unos y otros, no va a cambiar ni para mejor ni para peor bajo el efecto de las palabras. Son imprescindibles los hechos, siempre guiados por los preceptos básicos de la justicia, esa a la cual tiene derecho cualquier ser humano por el simple hecho de estar vivo. Hoy por hoy, Andalucía ha entrado, con este dato demoledor, en la nómina de los territorios del tercer mundo. Un tercer mundo en el propio corazón del primero, lo que hace la situación mas trágica y obscena. No es posible mirar para otro lado, ni pensar que el paso del tiempo lo arreglará todo. La situación no admite mas espera, cuando cuatro de cada diez ciudadanos de esta región se levantan cada mañana sabiendo que pertenecen a una clase social expulsada de una sociedad que presume de desarrollo, en un mundo en el que hay pan para todos y donde lo único que falla es su reparto. Durante la Revolución Francesa, los parisinos fueron hasta Versalles a buscar al rey para reclamar pan. El panadero mayor del reino vivía en su palacio, ajeno a los sufrimientos de un pueblo; al final el pueblo terminó cansándose de tanto esperar. Queda claro, tenemos harina, y creo que la mayoría pensamos que hay suficiente para todos, sin que unos despilfarren y acumulen, mientras otros se quedan mirando. Que se encienda el horno, y los panaderos se pongan a cocer ese pan que no solo alimenta el cuerpo, sino también el espíritu de una nación.
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