No está nada mal poder comprar la ilusión. Eso es especialmente la Lotería de Navidad. No es una apuesta cualquiera, ni siquiera un deseo factible. La Lotería de Navidad está sembrada de infinidad de aristas emocionales que va mucho más allá de la racionalidad. Para la economía del Estado constituye un buen pellizco, que se intuyó desde bien temprano, en la etapa ilustrada Carolina (III), en aquél s. XVIII sembrado de ilusiones ficticias en la mayoría de parámetros sociopolíticos, pero con un rayo luz intenso en lo cultural. En aquel contexto histórico los sorteos abren una puerta magnífica para una recaudación fácil, con un fórmula perfecta: la combinación del dinero (ser rico) a cambio de una mísera compra de un boleto. El juego encubría un elemento primordial, que era la argamasa principal de la engañifa: la ilusión.
Nadie duda, aunque no seamos muy conscientes de ello, de que es realmente el ingrediente mayor de la lotería. Qué bien lo captaron, hace años, los sociólogos y publicistas de la Dirección General de Apuestas del Estado con aquella brillante idea: ¡Si sueñas…loterías! Ahí está la clave de juego psicológico, del engranaje recaudatorio, real (para el Estado) y ficticio (para el usuario). Obviamente no compramos lotería con visos de realidad, porque todos sabemos que no nos toca nunca; que no nos puede tocar a la mayoría; que las probabilidades son tan ínfimas que si pusiéramos en el empeño una miaja de racionalidad desistiríamos al momento. Sin embargo, con el mayor de los ahíncos afluimos uno y otro año al festín de la lotería. Nos dejamos embargar en el embuste (querer hacer acopio de millones) porque realmente nuestro objetivo no es ganar. Nuestra apuesta más segura se encuentra en comprar la ilusión y soñar con una hipotética situación que nos cambie la vida, que nos solucione los problemas más domésticos y rudimentarios (casa, coche, hipoteca…).
Los mass media se encargan de envolvernos en esa atmósfera de ilusión, completamente vinculada a resortes afectivos y emocionales, prendiéndonos sin posibilidad de desasirnos. La Lotería de Navidad es mucho más. Los engranajes son más complicados, porque se han perfeccionado con los años y la Historia del Sorteo. Van mucho más allá de asociar simplemente la papeleta o el décimo con la riqueza factible y la ilusión imperecedera. El juego de Navidad se ha vinculado de forma férrea a nuestra tradición más señera, a los vínculos familiares y lazos de amistad; la lotería no es algo que percibamos como un juego aislado (aunque lo sea en ciertas ocasiones) en términos particulares, sino como una partida colectiva en la que estamos todos, porque la mayoría de la población juega, de una parte; y de otra queremos y buscamos compartir con los seres queridos nuestros buenos deseos de afecto y consideración, no los de riqueza (aunque así sea en superficie), porque sabemos bien que no nos va a tocar.
La perspectiva de juego colectivo, compartiendo números, se encuentra muy extendida, y obedece claramente a un perfil social de país que muy poco o nada tiene que ver con nuestros colegas nórticos, cuyo régimen de vida y aislamiento es santo y seña de sociabilidad precaria. España es todo lo contrario. La publicidad conoce muy bien nuestros puntos flacos y entra a saco a explotar nuestras entrañas afectivas; los anuncios de Navidad, y lotería navideña especialmente, nos llegan siempre a lo más hondo por la vía sensitiva con los lazos afectivos, de la familia, de los vecinos. No se trata de escenarios idílicos o sembrados de irrealidad, sino la realidad descarnada tal como es, poniendo de relieve nuestros auténticos valores y formas de ser, con principios de solidaridad, amistad, sociabilidad, alegría, etc.
Con todo este ropaje emocional resulta muy difícil disentir de la compra de una papeleta, porque realmente supone quebrantar nuestra propia esencia; con esas imágenes nos identificamos, reforzamos nuestros lazos y hasta los creemos verdaderos, puesto que no siempre lo son en la medida que nos los pinta el aparato publicitario. Ese es el mundo de la publicidad. La creación de una ficción tan fuerte partiendo de elementos creíbles y asumibles, sin dejarte disentir o criticar lo más mínimo la perfección de ese puzle de bondades elaboradas por magníficos equipos especializados para jugar con nuestros sentimientos. Para entrar en una partida colectiva con mucha virulencia, donde se espera con ansiedad un día y una hora, remarcándotelo todo el mundo durante semanas; un juego y un resultado, donde nos creemos dioses y damos pábulo a la ficción de poder ser ganadores. Nada ni nadie nos baja de la burra de la inconsciencia, sino que todo el mundo tira para adelante con el carro de la ficción, avivando con fuerza y con intensidad la cercanía de un imaginario satisfactorio al que nadie puede sustraerse. En absoluto pensamos en las pérdidas de años anteriores, ni de los ganadores que siguen su vida con la mayor normalidad. Nadie nos rompe el sueño, aunque se hagan intentonas por parte de profesores de estadísticas facilonas, donde comprendemos fehacientemente la imposibilidad de ser afortunados; esos tienen la partida perdida, porque la lotería no es estadística: es un sueño hecho de realidades inmateriales; es la ilusión de un pueblo y un imaginario colectivo capaz de fabricar vidas ficticias; es la superación de problemas domésticos y de una realidad hostil que nos permite la magnífica imaginación humana. Que hermosa y qué bella es nuestra “cabecita”, que nos permite vivir un sueño con comprar una papeleta. ¡Ah, la Ilusión! La más poderosa de las herramientas humanas.
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