En el mes de mayo de 1979, con la nueva Constitución recién aprobada, se celebraron las primeras elecciones municipales democráticas. Una necesidad absoluta de cambiar los viejos consistorios de la era franquista por corporaciones directamente elegidas por el pueblo, con presencia de partidos políticos de todos los colores, y la posibilidad para la ciudadanía de participar directamente en la vida del municipio. Fue un momento de grandes esperanzas, después de una noche demasiado larga, demasiado densa, cargada de injusticias y de agravios. Aunque es verdad que, años más tarde, tendremos que rendirnos a la evidencia: la muerte del dictador no ha supuesto la desaparición del franquismo como hubiese sido deseable. Demasiados nostálgicos, muchos individuos que se niegan todavía a declarar la caducidad de una dictadura vergonzosa.
Pero, retrotrayéndonos a aquel final de la década de los 70, la ilusión era el componente principal en un país que había estado demasiado encerrado entre fronteras excesivamente estrechas, libertades inexistentes, y una negrura diaria capaz de acabar con los sueños de millones de personas. Hoy, quedándonos en el exclusivo terreno de la política municipal, es el momento de hacer un balance rápido, provisional, de lo que han supuesto estas cuatro décadas de vida municipal a las cuales miles de mujeres y hombres han dedicado una parte importante de su vida, desde opciones ideológicas diversas, a veces contrapuestas, otras incluso desde la máxima independencia frente a los partidos existentes. La variedad de las posibilidades de gobierno ha sido casi infinita, las alianzas de todos los calibres, incluso las más insospechadas, algunas claramente contra natura. Lo verdaderamente importante son los resultados. En ese sentido, debemos reconocer que son sorprendentes, altamente positivos, por supuesto sin caer en triunfalismos inútiles, reconociendo los errores que siempre se producen en cualquier obra humana, suponiendo para todos los municipios de España en mayor o menor medida un cambio espectacular.
Miles de alcaldes/as, concejales/as, representantes de una ciudadanía que poco a poco aprendía lo que era una democracia a la europea, tanto en las grandes ciudades como en los pueblos más pequeños, han sido capaces de cambiar el rostro de algo más de ocho mil municipios que forman España. Un trabajo importante que va desde la creación de una infraestructura en muchos casos escasa, incluso en algunos lugares casi inexistente, en todos los terrenos: deportivo, cultural, social, económico, comunicaciones, etc. Sin olvidar el capítulo importante de una mejoría, ampliación o creación de servicios prestados a la ciudadanía, que han supuesto un paso decisivo en cuanto al acercamiento de los ayuntamientos hacia todos los administrados. En ese sentido, todos los partidos y grupos independientes han aportado un gran trabajo, todos son dignos del reconocimiento, sin sectarismos ni visiones parciales. También será imprescindible reconocer el inmenso trabajo de esas mujeres, que se han ido incorporando afortunadamente al mundo de la política y de esos hombres que, partiendo de opciones distintas, han sabido mirar por el bien común, trabajar para toda la ciudadanía; en muchos lugares, sobre todo en los pueblos más pequeños, sin ningún tipo de compensación. Hay que decirlo alto y claro, ha habido mucha generosidad por parte de muchas personas, en todos los campos. Sin olvidar la participación de una gran parte de la ciudadanía, a través del entramado asociativo, que ha colaborado activamente con el ayuntamiento de turno. Labor de conjunto, claramente de equipo grande, con sensibilidades variadas y horizontes comunes.
Quizá sería justo romper una lanza por lo que ha sido un ejercicio honesto en la mayoría de los implicados, dejando al margen una exigua minoría de ovejas negras, nocivas para su localidad y para ellos mismos. No merecen que se les dedique más espacio. Por desgracia la condición humana permite que se mantenga, a lo largo de la Historia, un porcentaje de esos individuos más o menos significativo. Pero la inmensa mayoría ha cumplido ampliamente con su deber, con el mandato que cada cuatro años otorgan los ciudadanos a través del voto. Incluso, en un tiempo como el actual, en que la política está muy denostada – y no entraremos en los detalles ni las razones -, es importante reconocer que existen de verdad los que creen, desde su cargo absolutamente legítimo, que la política es un servicio público a la comunidad, no un autoservicio para las necesidades personales. Eso a menudo se olvida, cegados por las noticias diarias, escandalosas sin lugar a duda, condenables por supuesto, pero que no representan a esa mayoría que trabaja con seriedad y honestidad. Muchas veces, desde la ciudadanía en general, se tiene la reacción injusta de hacer una enmienda a la totalidad, con generalizaciones peligrosas, y sobre todo injustas.
Los ciudadanos y ciudadanas pueden estar contentos de los resultados, sin tirar ninguna campana al vuelo, conscientes de la necesidad de una vigilancia que debe abarcar todos los días del año. En cuanto a quienes han ejercido durante un tiempo un cargo, lo ejercen, o lo ejercerán en un futuro próximo, deben concienciarse de que la única satisfacción que siempre queda, y por supuesto la verdaderamente válida, es la personal, esa que se siente cuando los proyectos se van realizando, pensando que queda la huella de algo para muchas personas y así, da a la vida de quien lo realiza una mayor justificación. Nadie acude obligado a unas elecciones, siempre se toma la decisión desde la máxima libertad, y a menudo con toda la pasión – también importante en este terreno –, con lo cual no existen las recriminaciones de ningún tipo. Nadie es imprescindible, aunque algunos lo hayan creído, seguro que en momentos de debilidad; pero todos y todas son necesarios. Tampoco hay que olvidar que, aunque la decisión de optar al cargo es libre, se deja muchísimo en el camino, una parte importante de la vida, absolutamente gastada, imposible de recuperar. Desde el principio, hay que saberlo, asumirlo, sin esperar otra cosa, a veces ni una simple palabra de aliento. No son necesarias. Aunque tampoco son demasiado justas algunas lapidaciones a las cuales hemos asistido en momentos concretos, y no debieran ser el pago a un trabajo realizado.
Quedémonos con lo importante, los resultados, lo mucho conseguido, esos pueblos y ciudades más luminosos, más habitables, mejor en todos los sentidos, de los cuales siempre nos sentiremos razonablemente satisfechos. Pensemos en el futuro, porque el camino es largo, afortunadamente nunca termina, solamente presenta etapas. Apoyemos siempre a los que en un futuro nos representarán, todos llegan con buena voluntad, y al mismo tiempo exijámosle, haciendo honor a la decisión que han tomado, la entrega de lo mejor de su trabajo que dejará una herencia de la cual todos nos sentiremos orgullosos.
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