La imagen del cádaver de Aylan Kurdi en un playa turca dio la vuelta al mundo y explicó por sí sola el drama de los refugiados sirios. Un niño de tres años muerto en una huida a la desesperada en busca de un futuro que ni siquiera tuvo la oportunidad de vislumbrar. Aquella playa fue testigo de lo que son muchas otras, la desesperación de miles de refugiados y también de inmigrantes que confían sus vidas a cualquiera que les prometa llegar a la anhelada Europa. Una Europa que no es la tierra soñada.

Una Europa que habla de cuotas, no de personas, un continente que en las fronteras coloca vallas de alambre de espino, una Europa que tiene países miembros que aprueban despojar a los refugiados de algunos de sus bienes porque el arrebatar la propia vida parece no ser suficiente. Esa es la Europa sin fronteras y sus soluciones.

En la raíz del problema, que no tiene fácil solución, no hay que olvidar que los refugiados sirios huyen de una guerra que les prohíbe tener futuro y mucho menos presente. La huida está motivada por la imposibilidad de convivir permanentemente con el miedo. Entre las bombas también aparece otro arma importante, el hambre, otra de las razones de las corrientes migratorias sobre todo las que tienen su origen en el continente africano.

La imagen de Aylan Kurdi, que podría haber sido la de cualquier otro niño, la conocimos en agosto de 2015 y medio año después parece que ese problema ha desaparecido. Pero no nos equivoquemos porque las fronteras europeas, las playas de Europa y sus mares siguen llenándose de cadáveres de personas que desean pisar su tierra. Nada ha mejorado, el frío empeora las condiciones de estos miles de personas, que aunque las midamos por número siguen siendo seres humanos. Mientras muchos de ellos mueren al emprender un viaje de futuro incierto, quienes gobiernan en esa Europa que anhelan siguen siendo incapaces de aportar soluciones que puedan alcanzar esa catalogación.