El teléfono de Torres-Dulce, las cloacas de palacio, los safaris del Rey León, las putas del Borbón, no llamar a las cosas por su nombre, o de cómo se acusa al súbdito de traidor a la democracia y de querer derribar las ruinas de lo poco “bueno” que nos queda; cuando en realidad, el pueblo, sepultado, desalentado y agonizando, sólo trata de remover los escombros de la mierda que lo cubre, con el objetivo de abrir alguna rendija que deje ver la luz, que deje entrar algo de aire fresco. Trágicamente, lo “bueno” que nos queda es lo malo que siempre hemos tenido. Ante el hundimiento de los partidos políticos, esencia de la democracia, muchos hombres y mujeres de Estado consideran que lo único democráticamente firme que nos queda es una Jefatura de Estado dinástica y corrompida. No sé qué es peor. Las televisiones, radios y redes sociales transmiten y retransmiten este “vaudeville” las 24 horas. Un “freak show” inverosímil en el que el Borbón y la mujer barbuda obligan al público a tragar sables y a practicar el escapismo; el espectáculo de variedades más horripilante jamás visto.

Reminiscencia del Antiguo Régimen, y vestigio de la Monarquía Absoluta. La propia institución de la Jefatura de Estado, intrascendente desde una perspectiva funcional en el Estado Constitucional, adolece de complementariedad. En su vertiente de Monarquía Parlamentaria deviene en frivolidad innecesaria desde el punto de vista democrático; un complemento vitamínico basura para una salud maltrecha que ya de por sí adolece de dolores fuertes de separación confusa de poderes, desvanecimientos constantes de los derechos civiles y taquicardias políticas que no cesan. Nuestra democracia tiene más achaques que el abuelo cebolleta, personalizado en algunos venerables hombres y mujeres de Estado de ayer y hoy, y en algunos periodistas y tertulianos de la transición que niegan la mayor. Omitir la importancia histórica del Rey en la transición española sería un desatino poco razonable; pero también lo es el hecho de no plantearse ciertos debates vitales, propios en lo que sería una sociedad democrática avanzada. ¿O es que no lo somos?

Estaríamos más cerca de serlo si no se hubiera proclamado la muerte de Montesquieu en el año 1985 con la promulgación de la Ley Orgánica que consagraba la politización de la elección de los jueces, magistrados, abogados y juristas que constituyen el Consejo General del Poder Judicial; elegidos por el Congreso y el Senado a partir de dicha Ley. Tragedias a parte, de los doce miembros del Tribunal Constitucional, ocho son elegidos por las cámaras, dos por el Gobierno, y dos por el Consejo General del Poder Judicial, que a su vez es elegido por las cámaras. No hay que ser Voltaire para darse cuenta de que existe un subterfugio evidente que comunica los poderes legislativo y ejecutivo con el judicial, y de que la balanza ideológica de estos órganos político-judiciales depende del equilibrio de fuerzas existente en las Cámaras.

Y con la separación de poderes en entredicho, hemos topado con la infanta y el teléfono de Torres-Dulce. Porque supongo que nadie será tan insolente como para pensar que el Fiscal General del Estado, elegido por el Gobierno y en pos del principio de dependencia que rige el funcionamiento del Ministerio Fiscal, habrá dado un toquetín a la Fiscalía Anticorrupción para que interponga un recurso contra la imputación de la infanta. Pues claro que no, porque el Poder Judicial no recibe insinuaciones ni sugerencias del resto de poderes del Estado. ¿O sí? Tendremos que preguntárselo a la mujer barbuda…