Estos días me ha venido a la memoria el recuerdo de una noche en el Colegio Mayor de Madrid donde viví en mis primeros años de carrera. Estábamos las amigas alrededor de la televisión viendo «Cuéntame», el capítulo donde fallecía Doña Pura (Terele Pávez), la madre de Antonio Alcántara (Imanol Arias). Ese capítulo me transportó en el tiempo a aquellos años, no tan lejanos, donde en Pozoblanco todavía se cumplía en las casas, donde todo el proceso se vivía en la casa del difunto y en la de un amable vecino que cedía su hogar para acoger a los allegados del sexo contrario. Hombres y mujeres separados también en el dolor de la muerte. Mis amigas, casi todas de capital, no daban crédito a que aquello me resultase tremendamente familiar.

Hoy años después me acuerdo de esa escena con la nostalgia que lleva implícita el paso de los años y mirando a aquellas costumbres tan arraigadas en una sociedad que por muy desfasadas que puedan parecer hay quienes reniegan a su olvido y a aparcarlas a través del desuso. Escribía el otro día el periodista Salvador Sostres, en su criticada crónica del Villanovense-Barcelona, que «la vida sonríe en la ciudad y todo fluye ligero y amable. En los pueblos pasa la vida más lenta. Por eso las pieles de sus gentes son más gruesas y las facciones más duras y las miradas más penetrantes, como si a cada instante tuvieran el presentimiento de la muerte».

Estupideces escribimos todos, unos más que otros, pero estoy de acuerdo en que en los pueblos la vida parece pasar más lenta, entre otras cosas porque tenemos la opción de hacer muchas más cosas en el mismo periodo de tiempo que una gran ciudad te atrapa en un atasco o entre estación y estación de metro, por ejemplo. Lo que también pasa en los pueblos es que la vida te envuelve de una manera más personal, todo es más cercano y también el último proceso al que nos enfrentamos, el de la despedida. Se echan más fácilmente raíces en un lugar donde a tu alrededor ves gente con arrugas en la piel que se niega a decir adiós a cosas establecidas, a esas costumbres con las que ha crecido.

Hace dieciséis años moría mi bisabuela y durante las semanas siguientes, cada vez que visitaba a mi abuela, no podía entender y no daba crédito a todos los «manjares» en forma de cumplío que le habían llevado familiares, vecinos y conocidos. Unas latas de melocotón en almíbar por aquí, unas ricas galletas por allí, unas docenas de huevos por otro lado. Algo desconocido hasta la fecha para mí. Dieciséis años después, en menor medida, me he topado otra vez con la misma situación y no me dejo de sorprender ante los sentimientos contradictorios. Sigo viendo esta tradición como algo fuera de lugar, pero no me deja de enternecer que alguien no quiera renegar a lo que le han enseñado a lo largo de toda una vida.