Manu Macron, presidente de la Quinta República francesa, está en horas bajas. Muy bajas. Desde el inicio de la legislatura, se detectaron los primeros síntomas de quien no ha comprendido las razones profundas que le han regalado un cargo demasiado grande para un personaje de escaso tamaño. El miedo a la extrema derecha, cada día mas potente en Francia, orientó el voto hacia un individuo frío, distante, despectivo con gran parte de la ciudadanía. La longitud de los pasillos del palacio del Elíseo, el grosor de sus alfombras, y el terciopelo de sus cortinas, hicieron el resto. La sordera de un político y la insonorización de la residencia presidencial, han convertido a su principal morador en el representando electo más odiado por la población. El 80 % rechaza de plano al presidente, y el 68 % apoya, sin fisuras, la insurrección de los chalecos amarillos que se han convertido en su principal oposición.
No hay motivos para extrañarse de un hombre que realmente no ha engañado a nadie, salvo a quienes ingenuamente quisieron ver otra cosa el día de las elecciones. Macron, que no tiene entre sus modelos alguno de los ilustres predecesores, por ejemplo, un François Mitterrand o un General De Gaulle, por citar solamente dos nombres, ideológicamente alejados entre sí, pero que han dejado una huella profunda en la Historia de Francia. Su modelo es el peor que se pudiera elegir: aquel Napoleón que traicionó las ideas de la Revolución Francesa, dio un golpe de Estado para convertirse en emperador, practicó un nepotismo vergonzoso colocando en cargos variados a su inmensa y decadente familia, dilapidó las arcas del Estado, y fue el culpable de la muerte de toda una generación en las distintas campañas que emprendió. Aquel pequeño corso que terminó en un islote, en medio del inmenso océano Atlántico. ¿Tendrá pensado Macron cuál será su Santa Elena?
Pero también ese hombre que se enfrentó, hace pocos meses, a un joven que le interpeló con el diminutivo de su nombre: Manu. No entendió, como ser distante y displicente que es, que no era una falta de respeto. Mas bien un grito de llamada de un joven angustiado ante un mundo que ofrece pocas expectativas de futuro para personas que empiezan su vida con horizontes demasiado negros. No era una falta de respecto, y sí un intento de acercamiento al representante electo de todos los franceses, sin excepción. Pero Manu Macron quiere boato y demostró, en su respuesta airada, la falta de empatía con los que más lo necesitan. Falta de empatía que se extiende a casi todos, salvo al reducido grupo de sus amigos banqueros o grandes empresarios. A esos cuyos beneficios aumentan escandalosamente, con medidas injustas para la inmensa mayoría de una población cada día más castigada.
Ahora le han salido protestones muchos de los que ya piensa que la paciencia no es una virtud, y no están dispuestos a abandonar la calle. Lugar donde, al menos en Francia, se han ganado muchas luchas. No es otro mayo del 68, lejos de ahí, pero sí un clamor que debe ser escuchado porque parte del sufrimiento continuo de muchos ciudadanos. Es probable que, en esa protesta, se hayan infiltrado algunos elementos que aprovechan el movimiento para otras cuestiones menos confesables. Desde estas líneas nunca se avalará el uso de la violencia, ni la quema de mobiliario urbano, ni cualquier despropósito. Claro que tampoco se entiende que el Estado deba tener, como algunos afirman, el monopolio de la violencia, y la pueda utilizar cada vez que salen a la calle las ideas que no le gustan a los que se sienten demasiado cómodos en las poltronas.
Aunque hayan llegado las fiestas de fin de año, y parezca que el movimiento se ha apaciguado, es evidente que después de la visita de los Reyes Magos, el regreso a la vida cotidiana, las fuerzas volverán a medirse. Después de diez largos años de crisis, en los que los partidos tradicionales no han sido capaces de solucionar los problemas inmediatos, la desesperación más atroz hace oír sus gritos. Hasta ahora, el distante presidente de la dulce Francia, ha pensado que era más fácil saquear las esperanzas de millones de personas para contentar a un puñado de inversores codiciosos. De aquí en adelante, en la Francia que dio cuna y prestigio a grandes hombres y mujeres, que utilizaron la cabeza para pensar y los brazos para luchar, queda la duda del punto final de esta ola que adquiere dimensiones de sunami. Muchos piensan que ya no tienen nada que perder, el miedo ha dejado de ser un obstáculo. A Manu Macron no le queda tiempo. En estos momentos solo planea la duda, ante los sobresaltos de un mundo crispado, donde muchos representantes han perdido la capacidad de escuchar, el talante para negociar, y la sensibilidad suficiente para curar heridas que se han ido infectando por causa del egoísmo de unos y la desidia de los que tenían como cargo principal la salvaguarda de la Nación. No, a Manu Macron no le queda demasiado tiempo….
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