La vida nos pilla muchas veces por sorpresa. En los preliminares del año nuevo del 2020, pletórico de saludos y esperanzas, se nos debió advertir que íbamos a vivir uno de los episodios más relevantes de nuestra existencia. En aquellos momentos sembrados de euforia nadie hubiera sospechado ni por un momento la reclusión de todo el mundo en su casa durante mucho tiempo, porque estamos fuertemente imbuidos por el progreso y el triunfalismo: con superioridad de miras; avances científicos y tecnológicos increíbles; insurgentes y desobedientes sociales, que nunca pensáramos que pudieran meterse en vereda, etc. Así es la Historia de caprichosa. En términos similares se fue imponiendo la mascarilla, a la que en principio fuimos renuentes y recelosos; completamente desconfiados ante un atuendo del que sospechamos, o ingenuamente creíamos, que no iba con nosotros; que era una medida extravagante y exagerada; una recomendación extremista de médicos o una imposición gubernativa.
La realidad –siempre tozuda– se fue imponiendo por la vía de las evidencias. Las exponenciales cifras de infectados y muertes en el mundo nos fueron aclarando las ideas: andar por la calle sin mascarilla comporta un riesgo para nuestras vidas que no merece la pena la mínima exposición; es imprescindible su utilización cueste lo que cueste, a pesar de los pataleos por la carestía, impuestos, mercadeo, etc. Hoy por hoy se han convertido en un atuendo habitual que utilizamos de forma sensata la mayorías de las personas con sentido común; a falta de los inconscientes e insensatos, etc., que no comprenden que en la calle, bares, terrazas y cortijos es imprescindible; aunque estemos con cuatro vecinos o cinco amigos de toda la vida. No son personas convivenciales, procedede otros núcleos y están en relación con un abanico inmenso de personas que nos pueden trasmitir la enfermedad. A estas alturas, en la segunda ola de la pandemia debería ser una lección bien aprendida, pero siembre hay desaprensivos que no alcanzan a comprender que están poniendo en riesgo la vida de los demás. Como tantas veces se dice, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. La tercera ola llegará por sus fueros, como indican las tendencias tradicionales, pero desgraciadamente también al unísono de nuestra estulticia. Nos retumban los oídos de repetirlo. No obstante, quisiéramos subrayar otras miradas de no poco interés.
El uso de las mascarillas representa, aparte de las medidas profilácticas conocidas, muchas otras muchas perspectivas que hemos ido descubriendo en estos meses pasados. Rápidamente saltó a la palestra el criterio técnico-sanitario sobre la diversidad y tipología (higiénicas, quirúrgicas, autofiltrantes, EPI, FFPI, etc.), que cada cual resolvió con argumentos personales y económicos. De mayor impacto fue, sin embargo, el uso irrefrenable que iniciaron algunos sobre la cuestión estéticas: porque las mascarillas se convirtieron rápidamente en un surtido de formas y colores acorde con las marcas del mercado, personalismos, extravagancias y otras curiosidades; así como la hábil utilización de logos, iconos y emblemas comerciales, institucionales y políticos (Ayuntamientos, colegios…), que lógicamente aprovecharon la coyuntura. He aquí las mascarillas convertidas en el mejor reclamo del mercado, en un inmejorable instrumento de marketing en nuestras vidas. Más aún, pues el susodicho atuendo ha cubierto otras esferas de nuestra existencia de distinto sentido, como fueron los ejercicios inmensos de solidaridad de no pocas personas e instituciones, que trabajaron (y trabajan) con ahínco para que las tuviéramos a mano cuando aún era un objeto extraño y nuestras fábricas –ni el Estado siquiera– contaba con recursos suficientes para abastecer a la población. Aún hoy parece ridículo pensar que hubo momentos de desabastecimiento de este género tan elemental Así son las cosas, miradas con perspectiva.
En lo más general, las mascarillas han añadido a nuestros rostros un ingrediente de contrariedad e indefinición. A priori representan un mascarón de uniformidad y ocultamiento generalizado en el mundo, que constituye sin duda un argumento estridente de reflexión, pues un elemento que pareciera tan rudimentario nos ha puesto firmes a todos los habitantes de la tierra. Cosa increíble hace unos meses. En cuanto al ocultamiento del rostro, las mascarillas representan en buena medida una proyección simbólica muy nítida del período que estamos viviendo: con incertidumbre a espuertas, desde los primeros momentos en que se desconoce el origen del virus; inseguridades respecto a la defensa de la enfermedad; intrigas de vacunas elaboradas en tiempo record (¿?) y los intereses farmacéuticos, etc. Respecto a lo más personal e individual, las mascarillas siembran en nuestro rostro no pocas notas de intriga y contrariedades desde lo más doméstico a las esferas más complejas de nuestras relaciones sociales. Con nuestra fisonomía encubierta no son pocas las vertientes que se presentan a diario: pues hasta los vecinos más cercanos nos pasan inadvertidos en la calle. Mayor es el desconcierto en los ámbitos profesionales con proyección pública (aulas; tiendas; conferencias…). Entiéndase que las mascarillas constituyen un atavío de reducidas dimensiones, pero las suficientes para privar al receptor de los caracteres fundamentales de nuestra cara, los que más hablan de nosotros (boca, mejillas…): pues se nos priva de apreciar la sonrisa, alegría o enfado, duda, miedo, sorpresa, asco, etc.. Cierto es que los ojos son muy expresivos, pero necesitan el concurso de los otros rasgos para definir nuestras personalidades y estados de ánimo.
En esta tesitura se entienden bien las precariedades comunicativas en las que estamos embargados, con la privación de respuestas habituales que se nos dan en multitud de situaciones: porque los saludos habituales de calle quedan casi siempre alicortos y defectuosos en forma y contenido, pues cuando reconocemos a un paisano, vecino o allegado ya es tarde; porque en ascensores y encuentros esporádicos los alicortos mensajes de rostro quedan prácticamente reducidos a la nada; porque cuando el profesor habla en la clase no sabe bien si lo está haciendo para la pared o se le está entendiendo en su justa medida; tampoco los comerciantes tienen fácil ese juego díscolo de la venta, en el que los compradores atisban el género para sus adentros, pero difícilmente entienden los vendedores con esta introspección muy bien si es confirmación o desaprobación aquello que los clientes piensan. En lo más positivo están los ojos, como decimos, en los que nunca nos habíamos fijado tanto en ese repertorio de mensajes que nos dictan con solo mirarlos, trasmitiendo a veces languidez o pesadumbre, brillantez y chispa, o reproche contundente que no necesita mayores preámbulos del resto de la cara. Ahora confirmamos de facto, con mayor o menor verdad y romanticismo, aquella vieja canción (“N´a veiriña do mar”) que sentenciaba el misterioso lenguaje de los ojos (traidores; firmes y verdadeiros).
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