Un brindis al viento, viene siendo habitual, la celebración del día de la paz. La abultada nómina de buenos deseos, discursos y actividades prolijas –promovidos por instituciones políticas, centros educativos y mass media– están sembradas de candorosas palabras. El día 30 de enero celebraremos de nuevo esta efeméride que, a bote pronto de cualquier reflexión, pone sobre la mesa la secuencia sempiterna de nuestro comportamiento violento y destructivo en no pocas ocasiones; relacionado, claro está, con un sinnúmero de cualidades completamente desdeñables que anidan en nuestras actuaciones, que nos son fruto en absoluto de un determinismo genético: ambición, egoísmo, prepotencia, etc. Con una simple mirada a nuestro alrededor, pasado y presente, acreditamos un entorno humano de guerra, violencia y confrontaciones vergonzosas; nuestro espacio más próximo se nutre a menudo, igualmente, de tensiones con argumentos asentados lo más nimio e irrisorio.
A priori podríamos sentenciar con ligereza que va con el hombre, que está en nuestra propia naturaleza un tanto animalina, cuando precisamente otros seres vivos de este mundo no tienen nuestras formas, con voluntad y albedrío, más allá de su seguridad de supervivencia y sustentación en su marco ecológico. El hombre presenta a lo largo de la Historia un cuantioso currículo de actitudes violentas asentadas en motivaciones varias: ambiciones territoriales; dominios ideológicos; explotaciones económicas inconmensurables y manipulación de los pueblos; la supremacía tecnológica de nuestros tiempos, aculturación…, etcétera. El eterno deseo de dominación de nuestros semejantes bajo princios de soberanía política y económica, étnica y cultural. La mayor perversión se encuentra lógicamente en la voluntariedad de utilizar ese camino, completamente irracional e inadmisible, sin encontrar otras soluciones más satisfactorias.
Resulta chirriante el empleo de actitudes agresivas, violentas y mortales cuando somos (y hemos sido) conscientes de los perjuicios, de la muerte de seres iguales y destrucción ciudades y territorios; ejemplos abultados tiene la Historia de la toma de conciencia, tarde, de esa perniciosa actuación que no sirve para nada; léase el ensalzamiento de la paz, después de la Guerra, desde el mundo Clásico a la actualidad con elevados monumentos, instituciones y conferencias (como el Ara Pacis romano, que más que otra cosa celebra las victorias; la creación de Sociedad de Naciones, ONU, Conferencias de Paz…). No hemos comprendido gran cosa después de tanta destrucción. Realmente no es una cuestión fácil, pues no se trata de un aprendizaje de un día ni de un año; ni de un discurso o de un campaña propagandística magníficamente elaborada; se trata de modificar nuestro auténtico ser –tal como ahora lo tenemos conformado– a partir de un pasado sembrado de comportamientos insatisfactorios (guerras; confrontaciones violentas…) y actitudes que nos parecen admisibles, con equívocas creencias de ser material hereditario.
Entendemos de forma retorcida la existencia en un mundo muy limitado en tiempo y espacio. La auténtica vacuna que debemos inocular en el genoma humano viene de la mano de la Educación, con mayúscula, que tampoco es cosa fácil ni se limita a buenos postulados teóricos de constituciones democráticas. Hace falta poner en práctica diariamente los valores que se pregonan con voces altisonantes en letra de molde, pero que no se cumplen de forma satisfactoria: hablamos, claro está, delos principios de igualdad que tan lejos se encuentran en un mundo claramente fragmentado, donde no todos los seres humanos o valemos lo mismo; de los valores de libertad y justicia que tampoco se cumplen en tantos lugares de la tierra; de la necesidad de comprender las diferencias y divergencias ideológicas y culturales, que lógicamente existen en un mundo tan plural.
El genoma de la paz hay que irlo fabricando diariamente en generaciones sucesivas, muy especialmente a partir de los jóvenes que deben proyectar una mirada diferente de la existencia. Es necesario conquistar otros territorios mentales en cuanto a valores y principios existenciales, más allá del triunfalismo resultante de poderío económico, que impone la sociedad consumista y el becerro de oro. La humanidad en general, y cada individuo de forma particularizada, debemos mirar el futuro desde perspectivas distintas que no lleven aparejadas las formas de violencia, tensiones o confrontaciones insustanciales, que resultan extraordinariamente gravosas para todos los seres humanos. Entiendo que debemos enfocar nuestro objetivo con gran angular hacia formas y estilos de vida satisfactorios para todos, con motivaciones y aspiraciones plurales dentro de un marco de igualdad, respeto, justicia, generosidad y solidaridad, etc.; y eso exige claramente renuncias a muchas cosas de nuestro mundo (económicas, sociales, culturales…). Más allá de los discursos sembrados de buenas intenciones, y buenismo insustancial, tenemos que aprender y ejercitarnos en desarrollar modos de vida satisfactorios para todos, que definan otra existencia más favorable, y que arraiguen en lo más hondo de nuestro ser. Hace falta ir definiendo progresivamente el genoma de la paz.
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