Por Juan Andrés Molinero Merchán
Actualmente lo copan todo, absolutamente todo. Hablo de los instrumentos tecnológicos (Facebook, Instagram, videos….) de la comunicación, que han afilado sus garras con una cualificación exacerbada, condicionando completamente nuestras vidas. Así son las redes de comunicación y los nuevos agentes de la hiperrealidad denominados youtubers, convertidos a menudo en influencers. El vértigo con que transita el mundo tecnológico nos impide advertir los imponentes cambios que experimentamos y el viraje completo de nuestras existencias al tenor de la Tecnología, convertida en diosa y señora absoluta del orbe. La bonanza que traían aquellas alforjas, cuando aún solo vislumbrábamos el horizonte, la asumíamos con satisfacción a tenor de los positivos cambios con que venían cargadas.
El gigantesco mundo de internet y la telefonía nos han hecho pensar, trabajar, producir y consumir de otra manera; nuestras relaciones han cambiado de la noche al día, y ni siquiera sabemos cómo fuimos capaces de vivir sin redes sociales tantos miles de años; asimismo la política baila al son que tocan las redes sociales, y pugna (con no poco acierto) por danzar al ritmo que impone, encauzando hábilmente incluso (demasiadas veces) las melodías; finalmente la Cultura, sobra señalarlo, se ha impregnado hasta la médula del mundo tecnologizado, redefiniéndose completamente en forma y contenido: porque el trasiego histórico de antaño (en todas sus formulaciones) está mediatizado por los nuevos recursos, y las producciones actuales hablan con el lenguaje de las tecnologías y sus redes. Todo ello es conocido y asumido por todos. No obstante, no sé hasta qué punto somos conscientes del viraje de nuestras existencias, así como las graves implicaciones de esos medios que se renuevan diariamente y remueven las perspectivas humanas de futuro. Véase a bote pronto la contundencia con que golpean diariamente las redes a través de los citados youtubers e influencers.
El común de la masa social –que es tanto como decir la masa más común de nuestra sociedad– está embargada en el seguimiento (minuto a minuto) de miles de personas que no solamente cuelgan videos de temas de factura varia (reality show) –como hace unos años–, sino que con una intensidad ilimitada trasmiten sus vidas en directo; superándose con mucho –como digo– esas entregas parciales de formato esporádico que generaban antaño ciertas dosis de intriga y atracción. Ahora la contundencia es casi completa: un porcentaje muy elevado de personas, que no son algunos, viven enganchadas diariamente a esas ventanas abiertas de “personajes” de muy distinto espectro (como la vida misma), desde grandes profesionales (de la comunicación, en sus ramas) a la universalidad de anodinos que han encontrado un hueco para convertirse en protagonistas de sus vidas. Emisores y receptores, en dichos canales de encuentro, convierten sus vidas en una auténtica película existencial. No se vive para otra cosa: pues gran parte de nuestro tiempo está embargado en visionar y seguir las vidas personales de unos u otros, y otras. No sé si precisan, satisfactoria o desgraciadamente, de esa proyección social para dar sentido a sus vidas. La tendencia que nos ocupa es, como puede advertirse, extraordinariamente importante como para detenernos en reflexionar seriamente sobre ella.
Las redes constituyen obviamente un recurso inmenso de socialización (qué duda cabe) que nos ha universalizado, con un marchamo mayúsculo de positividad; son también cauces innegables de desarrollo económico, político y social, y eso no es denostable en forma alguna. Sin embargo, nos han convertido en personas diferentes, y aún distintas. No se trata de un simple cambio en superficialidad (en el vestir, comer…), sino en lo más profundo de nuestro ser, que toca muy de cerca y de lleno los principios de libertad, dignidad, respeto, etc. En los primeros tiempos (de los mass media, y tecnología pujante) reiterábamos aquello de que eran completamente satisfactorios, si bien había que saber utilizarlos. A día de hoy ya no sabemos, ni alcanzamos a saber, qué es lo correcto ni donde tienen que estar los límites. Ni si lo que hacemos es bueno y satisfactorio o malo y perverso, pues los parámetros morales tradicionales han quedado desfasados. La ciencia psicológica es elocuente en definición de nuevas patologías, pero también lo es la relevancia social del fenómeno y su completa aquiescencia.
Es tan grande el impacto que tienen las redes y los avances tecnológicos, que son protagonistas insustituibles de nuestras existencias. Muchas personas viven diariamente gracias este mundo de hiperrealidad, con satisfacciones personales y rendimiento económico (monetizando); otras y otros muchos han convertido (crecido y desarrollado) sus negocios en red, redefiniendo sus vidas y profesiones, resultando Instagram o Facebook más importantes que sembrar o producir en los campos o fábricas, que se han convertido en simples escenarios. Los grandes influencers no solamente definen los valores de nuestra existencia, sino que hacen temblar al político más empingorotado. No sé si todo este mundo –repito– será satisfactorio o perverso, pero ciertamente se ha convertido en una Religión. Hemos vendido nuestra alma y nuestro cuerpo al mundo de la tecnología y sus redes. El tiempo sentenciará las verdades del barquero.
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