Esto que voy a relatar aquí ocurrió y lo escribí hace poco más de un año alrededor de la mesa camilla de la casa de mi abuela. Exactamente la tarde del Jueves Santo. Lo hago público hoy porque no he dejado de pensar en ello y porque creo que ejemplos como este son más necesarios que nunca en estos tiempos convulsos e intolerantes. Además, fue divertidísimo.
Mi abuela Ángela es una mujer de 85 años de pelo blanco, muy corto, tintado a trazos de color ceniza, algo azulado. Su cara está llena de preciosas arrugas que le hacen tener una cara guapa y amable. Da confianza. Es católica, roja y rebelde como la madre la parió; no se calla ni media. El Jueves Santo llegué a su casa y fui a darle un beso a la salita donde suele rezar el rosario diariamente o donde atiende a las novenas de las vírgenes a la que profesa devoción. En esa salita, en una especie de hornacina exenta está, desde que yo tengo uso de razón, una imagen de la Virgen de Belén. Decía, católica como la madre que la parió o como su hermana, mi tía abuela Petra, Sor Isabel, que es el nombre que tomó al ingresar en el monasterio cirtenciese del Atabal en Málaga. Imagínense.
Aquel día, además, estaba de visita su consuegra que había bajado de Madrid un par de días. Kalima es una mujer que conserva, a su edad – tendrá unos 60 años –, el aura de la que tuvo que ser una mujer marroquí bellísima de esas que tira para atrás. Cuando llegué estaba planchando. Después de saludarnos le pregunté por el viaje a lo que me respondió que todo estupendo y que le había encantado Córdoba. Kalima es musulmana así que le pregunté si había podido visitar la mezquita de Córdoba, “¡es enorme!”, me dijo con la cara de quien por primera vez ve ese extraordinario monumento y no se lo espera. En estas estábamos cuando le comenté que es la mezquita más grande en suelo cristiano. Entre dimes y diretes mi abuela terminó de rezar el rosario y se sentó es su silla mientras Kalima terminaba de planchar y le pedía a mi tía Ana Belén que hiciera café y que sacara las torrijas que había hecho el día anterior; y que por cierto estaban de muerte. Un pecado.
Sentados a la mesa: la católica de mi abuela Ángela, la musulmana de su consuegra Kalima, el matrimonio de sus dos hijos y yo mismo que soy un ateo descreído, que he sido cofrade casi 25 años; me ví explicándole a una mujer que profesa el Islam en qué consiste la Semana Santa como culto religioso y como evento folclórico. Entre tanto me comía las torrijas, dulce típico de estas fechas tan cristianas, hechas por su mano mora mientras mi tío – político – , el moro, dilucidaba cuál era la mezquita más grande del mundo, en aquella tarde de Jueves Santo. Si esto no es diálogo intercultural que venga Dios y lo vea.
Todo aquello ocurrió con una naturalidad pasmosa: sin tabúes ni eufemismos, sin reproches, sin malas caras. ¡Qué maravilla! Este café tan entretenido de torrija va torrija viene, “niño tráete el azúcar que se me ha olvidado”; es una de metáfora de la convivencia cultural que me ha regalado esta naciente primavera. En un mundo donde el respeto entre creyentes y no creyentes o entre las religiones es casi inexistente, un mundo en el que se sigue matando en nombre de dios todos los días – en España lo sabemos bien –, esta situación me sirve para reconcilarme con el ser humano. Lo que no pasa muchas veces; pero pasa.
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