Los efectos de la crisis derivada del Covid-19 no han tardado en dejarse ver estableciendo más desigualdades que sacan a flote la precaria y vulnerable situación por la que venían atravesando muchas personas. Quizás haya que esperar para ver el alcance de la crisis económica, pero es una obviedad que la situación de muchas familias es insostenible y ya es imposible maquillar la realidad. En este contexto, los recursos a nivel social y la intervención de las asociaciones del sector social vienen a ser fundamentales porque permiten encontrar en ciertos momentos algo de luz. Prácticamente todas las asociaciones han incrementado el número de usuarios y el comedor social, gestionado por Acuide, no es una excepción.
Un comedor que intenta ser también un punto de encuentro para quienes optan por este recurso, pero que de momento y a consecuencia de la pandemia sigue sin abrir sus puertas al completo y cumplir este segundo objetivo de su acción social. Así las cosas, el comedor abre tres días a la semana para entregar los menús elaborados por los voluntarios a las familias y personas que se han convertido en usuarios. Toñi Cabrera y Gabriel Plantón son dos de las personas que vienen acudiendo al comedor en busca de un recurso que permite a sus hijos comer, al menos, tres veces a la semana. Lo hacen desde que el comedor “reabrió”, no sin dificultades, tras los meses de estricto confinamiento y estas son sus historias personales.
Gabriel se define como “un trabajador nato”, pero llegó el día en el que “no sabía por dónde tirar, no tenía esperanza”. Ante la documentación que necesitaba para ser parte del comedor social, Gabriel enseñó una fotografía de su frigorífico vacío. Lleva entre tres y cuatro meses acudiendo al comedor y tiene claro que “no me da vergüenza, tan sólo quiero dar de comer a mis hijos honradamente, me daría vergüenza si robara, no venir aquí”. La de Gabriel no es una vida que siempre haya estado bajo estos parámetros porque “sin caprichos”, como puntualiza, ha conseguido encadenar trabajos que le han permitido “tirar hacia delante”. Reconoce que ha llamado a muchas puertas y que sólo aspira a encontrar un trabajo que le permita sacar hacia delante a sus tres hijos. “Parece que para los que estamos hundidos todo son pulgas, me siento humillado como persona”, afirma a la par que detalla que desde hace casi diez meses no encuentra trabajo.
A su lado se encuentra Toñi, con una historia personal capaz de enmudecer a cualquiera, pero que narra con la pizca de optimismo que intenta transmitir a sus dos hijos porque “ante ellos intento disimular, otra cosa es lo que ocurre cuando estás sola y empiezas a pensar”. Auxiliar de enfermería, Toñi reconoce que “para mí el Covid ha sido el remate, pero llevo mucho tiempo en una situación precaria, hubiera venido antes sin problema”. Con una hija adolescente y otro más pequeño de alto riesgo por una inmunodeficiencia que hace aún más difícil que pueda conciliar su vida laboral con la familiar, Toñi incluso ha pensado en irse de Pozoblanco para encontrar un futuro laboral que “aquí no tengo”. “Cuando nació mi hijo dejé mi vida laboral aparcada porque incluso estuvo un mes completo en la UCI, no tengo con quien dejarle”, detalla para a continuación señalar que tiene cero ingresos. “Durante el confinamiento conseguí ahorrar 900 euros para engancharme a la luz porque mis hijos necesitaban Internet para el colegio, ahora la mayor sale a la calle y se conecta a alguna red para poder hacer lo que tenga que hacer”, señala. Es la otra cara de la moneda, la menos amable pero igual de importante para conseguir valorar esas diferencias sociales.
Ambos valoran que gracias al comedor social y a su equipo humano pueden llevar a casa comida “equilibrada” durante tres días a la semana. Porque eso es otro punto importante, poder hacerse con productos que vengan a equilibrar la dieta que llevan sus familias. “Yo ahora como pescado, un producto que llevaba mucho tiempo sin comer”, apunta Toñi, que reconoce que no tiene ni pagar el alquiler. “Es que estamos ante una realidad en la que nos pueden dar garbanzos, pero no tenemos con qué hacerlos, incluso tengo una bombona de butano para todo que tengo que ir cambiando de sitio”, ahonda Gabriel. De igual manera denuncian los estigmas a los que están sometidos muchas de las personas que se ven abocados a recurrir a los colectivos de lo social ya que cada uno lo hace con una historia personal diferente a la del resto.
El sufrimiento es más acuciante cuando hablan de sus hijos porque “no me importa sufrir yo, pero que no lo hagan ellos”, como relata Gabriel, pero es inevitable que ellos sean conscientes de su propia realidad. Algo más duro ante unas fechas navideñas en las que vuelven a reinventarse, a intentar que la necesidad se note un poco menos para seguir dibujando sonrisas en el rostro de quienes más quieren. La lucha seguirá en la calle, a pesar de todas las vicisitudes que se “alivian” tímidamente gracias a la labor desinteresada y solidaria de otros, que también sortean las dificultades para continuar con su particular historia.
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