Por Juan Andrés Molinero Merchán

 

El excelso pintor valenciano brilla con luz propia. Existen maestros y obras que presentan una identidad contundente con su tiempo, como Sorolla (1863-1923), con una personalidad inconfundible en su paleta. Las acuarelas del maestro resplandecen siempre en nuestra retina de manera inconfundible. Pocas veces se da una conjunción tan grande entre el pintor, tiempo y espacio, la proyección social en el lienzo y las emociones que se trasmiten. De emociones y sentimientos tiene mucho la exposición que actualmente presenta el Patrimonio Nacional en el Palacio Real de Madrid, entre el 17 de febrero y el 30 de junio, en el que se puede disfrutar no solamente un repertorio amplio de arte del genio de la luz, sino la espectacular simbiosis con espectros tecnológicos contemporáneos que realzan los valores del maestro con la realidad virtual y efectos sensoriales.

La sensibilidad del pintor enaltecida con el poder de la técnica. Sin embargo, no es más que un pequeño apuntalamiento de difusión del arte con los vientos tecnológicos que corren, en los que todo parece requerir de las nuevas tecnologías, redes sociales y realidades virtuales que todo lo copan e invaden. Seguramente aportan sus ingredientes, indudablemente, pero Sorolla brilla con luz refulgente siempre, sin necesidad de aportes superfluos, que no dejan de agradecerse (digo). No muchas veces nos regala el destino obras y maestros en los que la belleza desborda en cantidad y calidad, personalidad y modernidad a espuertas. En este caso todo es prodigalidad, mucho y bueno, sin ambages ni cortapisas de ningún tipo.

El abultado elenco de pinturas (más de 2200) que firma en su vida (y las que no rubrica intencionalmente) el genio valenciano acreditan muchas cosas: amor a la pintura y al oficio, tesón, capacidad, aprendizaje constante, interés voluntarioso por recoger la realidad que vive con diferentes matices; así como los avatares de un vida pletórica de revulsivos personales, premios, viajes (París, New York, Chicago..) y miradas incisivas con elevada producción en diferentes países y contextos. Todos los genios de la pintura trasmiten en sus pinceles su personalidad, los avatares de sus vidas y un testimonio grande de la mentalidad que les envuelve. Sorolla hace lo propio, pero en grado máximo de exaltación, porque su afable vida burguesa destila en sus pinturas con chorros de luz natural; la candidez de sus estampas se proyecta con una rotundidad que nadie puede pensar una existencia desgraciada, sino un consenso primoroso con la realidad que vive y el oficio que le gusta, que le encanta…, con el que disfruta; la afabilidad brutal con su “querida Clotilde”, que es un pilar fundamental de su estado de ánimo, así como sus tres hijos. Todos ellos son un referente indiscutible del pincel hermosísimo, en la playa, jugando en la arena, en los jardines…

El afán de retratar el mundo que le rodea, sin que falten aristas entre la bonanza y la crítica, se acentúa con la reiteración de panorámicas alegres, distendidas, joviales; la abundancia de retratos que le califican como celoso notario de un tiempo. La variedad inmensa de temas es abrumadora, desde lo más trivial al registro institucional de notabilidades (Rey Alfonso XIII…), con premios, visitas de países y aprendizaje de los grandes maestros. Más allá de las temáticas y motivaciones, lo que realmente define a Sorolla es su pincel lumínico, esa luz desbordante que cautiva; esas aguas transparentes que fluyen por los cuerpos; esas telas desenfadadas con dulces movimientos del viento. El maestro vive el Impresionismo de primera mano con la empatía de su tiempo, pero rebasa los límites del estilismo francés hacia el Luminismo en que él representa los lienzos mejor pintados de España. Su experiencia vital y deudas pictóricas proyectan, realmente, el tráfago vislumbrado desde Realismo decimonónico y el Naturalismo…, el burbujeante Impresionismo de aquellas personalidades dispuestas a quebrantar el cordón umbilical de la tradición (Renoir, Monet, Van Gogh…); pero como decimos, Sorolla eclosiona sincera y llanamente con una luz que irradia en sus pinceles con una personalidad indiscutible. Sorolla es la luz.

La reciente conmemoración del centenario de su muerte, sembrada de exposiciones, estudios y conferencias enriquecedoras de su vida y obra, se remata ahora con una deliciosa exposición que nos sumerge en los espectáculos de luz y movimiento; en los cielos límpidos de Valencia, en las arenas suaves y en la apacible sensibilidad del maestro. La obra del pintor constituye la verdad más trasparente de su vida. Supo pintar como nadie esa luz brillante y verdadera, apacible y encantadora que te dice al instante que la pintura es de Sorolla. No existe una firma más contundente que los pinceles de este genio universal de la luz