Lo que no me cabe en la cabeza es que habiendo habido hombres en la Luna, se hayan vuelto otra vez a la Tierra.
Hilario Ángel Calero
Lo conocí sobreviviendo en los años de la escuela. Hilario -lo llamaré así para despistar- era un niño fantasioso. Muchos se metían con él y ridiculizaban su “mirada de alelao”, sin saber que cometían un pecado gravísimo que, entonces, (tiempos de colas ante los confesionarios) no producía ni tan siquiera remordimiento de conciencia y del que ignorábamos incluso el nombre: bullying, que le llaman ahora. O si lo quieres más clarito: acoso cabrón, puro y duro.
A él, sin embargo, nada de eso parecía afligirlo y, donde otros nos hubiéramos derrumbado, –en apariencia- Hilario continuaba en un mundo de fascinaciones privadas, de pensar sin necesidad de pregonarlo, de su mirar exclusivo,… Creo que aquello derrotó a sus enemigos o, sencillamente, los terminó por aburrir. A partir de ahí, se tornó en un niño solitario, pero nunca asocial.
Vivía en una calle que a mí me pillaba de camino a la escuela y, más de una mañana y de una tarde, compartimos el trecho común hasta la sacrosanta institución. En nuestro sendero juntos, de irregulares adoquines de granito y olor a candela de encina, me dejaba hablar y hablar desde un silencio respetuoso y referirle los asuntos que -así lo creía yo- nos preocupaban y los temas de máximo interés para un escolar de diez años… Ahora que lo pienso, en más de una ocasión, no abrió la boca –no lo dejé ni meter baza- en todo el trayecto. Hoy, que me preocupan más otras incontinencias, lamento mi incontinencia verbal de entonces, pero ya no tiene remedio.
Una mañana de escarcha y carámbanos me esperaba aterido –botas, bufanda y guantes de lana- en el “batior” de la puerta de su casa y antes de que yo me apropiara del uso de la palabra, me alargó un papelito doblado, al tiempo que decía: “Míralo cuando puedas, a ver qué piensas.”
Don Ramón explica geografía y yo, desde mi pupitre, no pierdo de vista a una mosca que pasea arriba y abajo, pegada a un cristal de la ventana. El runrún del maestro me adormece y el paseo y los vuelos cortos de la mosca absorben por completo mi atención. Súbitamente, la música de fondo ha cambiado su registro, pero yo aún tardo un rato en percatarme de que don Ramón repite, cada vez más cerca de mí: “Señooooor…” (Demasiado tarde, aquel “señor” emborrizado de recochineo iba seguido de mi apellido). “Señor (y mi apellido), ¿Puede decirme cómo se llamaba el primer hombre que puso un pie en la luna?”. Mi cara de asombro responde por sí misma y entonces el preguntador se viene arriba: “¿Y el de sus compañeros de expedición? ¿Cuál era el nombre de la nave espacial? ¿Fecha del lanzamiento? ¿Y del alunizaje?…” Y, cuando más concentrado me hallo en encontrar alguna respuesta que silencie al monstruo de las preguntas, me sobreviene un colosal coscorrón en mitad del cráneo y otro y un tercero que casi no me roza -¡No es plan de quedarse quieto!- al tiempo que se enuncia la última cuestión: “¿Qué, de alunizaje? ¿Dónde se encontraba el señor (y otra vez mi apellido con retintín de graciosillo de audiencia entregada), en la luna de Valencia?”. Esa sí me suena de algo pero, a estas alturas, considero más prudente guardar silencio.
Durante el recreo, castigado de cara a la pared bajo el cuadro de un santo o profeta que –así lo pensaba- me mira con gesto de desaprobación, mis manos se enfundan en los bolsillos del pantalón, buscando refugio del frío glacial que ataca, sin compasión, la soledad y la quietud de los castigados y allí, como una broma macabra del destino, encuentro el papelito que unas horas antes me entregó Hilario. “Lo que no me cabe en la cabeza es que habiendo habido hombres en la Luna, se hayan vuelto otra vez a la Tierra.” había escrito con su letra pequeña e insegura.
De vuelta a casa, Hilario se me coloca al lado y se interesa por los chichones que, lo sabe por experiencia propia, hacen brotar las caricias del puño y letra de don Ramón. Compongo un gesto de suficiencia y aparento quitarle importancia… Incontinente verbal, me dispongo a tomar la palabra y referirle los asuntos de máximo interés para un escolar de diez años… pero, en su lugar, salen de mi boca otras palabras: “En el recreo leí el papelito que me entregaste esta mañana.” Ambos caminamos y guardamos silencio el resto del camino.
En el último momento, cuando se dispone a cruzar el umbral de su casa, vuelvo a sorprenderme a mí mismo –soy una caja de sorpresas- diciéndole: “¡A mí tampoco me cabe en la cabeza!”. Y él sabe que no hablo de chichones.
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