“Antes de querer hacer milagros, aprende a dar los buenos días.”
Hilario Ángel Calero
Ignoro si les ocurre al resto de los mortales: Yo – demasiadas veces- confundo la velocidad con el tocino. Me cuesta pillar el significado profundo y la cuestión de los matices me supera. Pedirme que, de sopetón, discrimine lo excluyente de lo prioritario es misión imposible. Y no mal suponga el lector que, pese a este alarde de sinceridad, esto no es un cuento. Ponga en su lugar: Érase una vez un tipo… (Como el que ha tomado la palabra) y ahí lo tiene.
El preámbulo obedece a que, unos meses atrás, -¿Una indirecta?- alguien me refirió esta hilariada: “Antes de querer hacer milagros, aprende a dar los buenos días.” Lo digo con franqueza, al principio me resultó algo rancia. Cateta. Desfasada. Propia de tiempos de-fachada-y-postureo-de-miedo-a-salirse-de-la-norma, que aunaban, para mal, religiosidad y sociopolítica. Suponía que Hilario Ángel, imbuido del espíritu de la época, no renunciaba a echar su sermoncito y enseñar a los prójimos habilidades sociales o buenos modales o reglas de urbanidad, como se nombraban entonces. “Sea usted educadito y déjese de intentar grandes empresas que le vienen grandes y se quedan para los grandes hombres y mujeres y recuerde: Los milagros no existen”. Eso es más o menos lo que yo entendí. Y aparté la sentencia en cuestión, convencido de que no poseía más recorrido.
Pero, como esto es un cuento, la trama no debe parar y los personajes –aunque de cartón piedra- algo han de evolucionar. Habrá quien lo llame de otra manera, lo cierto es que casi todo lo que somos y nos rodea es dinámico. Si echo la vista atrás asumo que mi pueblo de la infancia solo existe en el recuerdo y, aunque me reconozco en el joven que llevó mi nombre, hoy, en casi nada me parezco a él. La vida (la del mundo mundial) no se detiene ni hace el menor caso a mis gazpachadas mentales. Como atascado y arrastrado en mitad de una bulla, he de tomar decisiones y relacionarme y… ¡Seguir viviendo lo que me toca!
Hace unos días acudí a una concentración en Villanueva de Córdoba para que (resumiendo y simplificando) nos echen cuentas a las gentes que vivimos en Los Pedroches. (La verdad es que la cuenta de los que habíamos acudido, se echaba pronto: Una pena). Allí me sorprendo escuchando que las palabras más repetidas son “¡Buenos días!” y, tras recibirlos y regalarlos varias veces, salta una chispa: «Antes de querer hacer milagros, aprende a dar los buenos días». Y voy y lo pillo: ¡No es una ironía! No es un asunto excluyente. Es –tal como suena- una cuestión de prioridades: Primero, los buenos días y segundo, -irrenunciables- los milagros.
Uno y maravilloso, que esa plataforma: ¡Que pare el tren en los Pedroches! siga en pie frente a tanta adversidad. El segundo, está por venir: Estas y otras concentraciones se llenarán de gentes de Los Pedroches dándose los buenos días y colocándose en la línea de salida del tercer milagro: Comprender y asumir que lo que queda por hacer depende de todos (juntos) y cada uno de nosotros. Y quién sabe, tal vez, por esa ruta, con el tiempo se sucedan milagrazos y los gritos: “Si pasa que pare” “¡Agua!” y más dramático: “No más crímenes machistas”, como aquel otro:“¡Todos a una!” sean solo pasado y olvidado y, para escucharlos, haya que echar mano del teatro clásico.
El protagonista del cuento –un servidor- pertenece a un grupo de WhatsApp en el que cada mañana doy y recibo los “Buenos días” de amigas y amigos que residen fuera o que no tengo la suerte de ver a diario. Para algunos, este y parecidos rituales poseen mucho de insustancial. Para mí, no: Gracias a él, percibo y lamento las ausencias y me alegro de saber de aquellos que, pese a dolamas y contrariedades, -a mí me lo parece- su buenos días acompaña un: Aquí me tienes. Sobrevivo. Me importa lo que te pasa. Sigo siendo yo…
El resto se completa con una charla de café, una llamada, el estar ahí… y con los milagros, que muchas veces acontecen tras un “buenos días”.
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