“Algunos inútiles se consuelan pensando que nadie es profeta en su patria.”
Hilario Ángel Calero
Abrí un cajón de la vieja cómoda buscado no sé qué documento y en su lugar encontré un papel de los que antiguamente se colocaban en el fondo, para evitar el contacto entre el continente y el contenido. Se trataba de una hoja del desaparecido Boletín informativo municipal de Pozoblanco, de la que en un extremo se leía: Hilariadas. Entre ellas, la mayoría con claros que hacían imposible su lectura, apareció una completa: “Algunos inútiles se consuelan pensando que nadie es profeta en su patria.”
Leído lo cual, entro en una especie de ensoñación, me salto los de Úbeda y me voy por los cerros de Judea: “Nadie es profeta en su tierra” es sentencia hebraica de la que echó mano el mismísimo Jesucristo en la sinagoga de su pueblo. Y ahí pudo quedar la cosa pero, cuando interesa, nos agarramos a las palabras, elevándolas a paradigma intocable de la especie.
Percibo -como una revelación- que, a consecuencia de su uso y abuso, Hilario Ángel (pelín-rollo-cortado, como Jesús en su pueblo) siente el impulso de darle la vuelta al dicho que, dicho sea de paso, se empleaba ya en cualquier ámbito: Que el futbolista no marca goles: Nadie es profeta… Que el cura se queda sin feligreses: Nadie es profeta… Que al político no lo vota ni…: Nadie es profeta… Que el maestro aburre a las ovejas: Nadie es profeta… La gente se salta, como si fuera irrelevante, el dato de que Jesús hablaba, exclusivamente, de profeta, profeta. Con los años, se asimiló y sustituyó por futbolista, cura, político, maestro,… y demás profesiones o aficiones que sirvieran a los intereses del sentenciador de turno.
Papel en mano, comprendo que tal desmesura llevó al cronista pozoalbense a proponer su revisión y, como era de esperar, nadie (ni en su patria ni alrededores) hizo caso de una propuesta que ponía en solfa un texto intocable durante siglos.
Pero él, a lo suyo. Si hubiera sido psicólogo clínico, en el momento en que (incapaces, sin arriesgar, cagones, blandos,… inútiles) fuésemos a pronunciar la manoseada: “Nadie es…” nos hubiera regalado cinco autos: “Olvida el autoengaño de responsabilizar al mundo de tus errores, échale autocrítica a la vida y aparta la autocompasión: Mejorarás el autoconcepto y la autoestima.” Algo así debió tatuarse en el alma al decidir que, costara lo que costase, él sería (en su patria, donde fuera preciso… y parte del extranjero) poeta.
Vislumbro -años cincuenta del siglo pasado- en un pueblo de estrecheces y miedos; de ropa vuelta y torreznos; de novenas a todo el santoral y de tú te callas y haces lo que se te diga;… a un señor que asegura, sin pudor, que él, cuando todo se llena de insoportables ruidos, lee a Verlaine y que escribe versos y una especie de aforismos a los que ha bautizado: Hilariadas. Por más serio que fuera aquel tipo -lo era- no fueron muchos -los hubo- quienes lo tomaron en serio y aunque el viento soplaba en contra con mala leche, se negó a entregarse y a enunciar en primera persona la judaica sentencia.
Poco creen en sí mismos quienes asumen resignados, bajo el paraguas y las barbas del profeta, que Nadie es (póngase lo que convenga) en su tierra. Y profeta se parece tanto a poeta -¡Riman en consonante!- que la Hilariada se pudo redactar como: “Algunos inútiles se consuelan pensando que nadie es poeta en su patria.” Y haber ocupado, para sí mismo, la cabecera de los sueños y recitarla cada mañana como un credo, antes de echarle un par de pies al suelo.
Devuelvo a su lugar el trozo de papel y, mientras el cajón se resiste a cerrarse, imagino que el anti-resignación-poeta estableció algún vínculo con aquel otro de mayo del sesenta y ocho, que dejó escrito a la vista de todos, en un muro (no sé si de una calle sin salida) del convulso París: “Nadie es perfecto” y lo firmó: “Nadie”.
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