Yo llevaba en el pueblo el tiempo suficiente para haberme una organizado una vida perfecta o casi perfecta. Llegué el primer año de instituto y aunque en aquellos pueblos pequeños ser la nueva del instituto provoca reacciones, miradas y más de un comentario normalmente inconveniente; sobre todo cuando como yo tienes la piel fina y blanca como una hoja de papel. Eres transparente me decían. Con todo me adapté relativamente rápido.
Después del instituto estudié Formación Profesional en el pueblo del al lado al que iba y venía todos los días en el autobús. Mucho madrugar, pero estaba bien. Tenía las tardes libres para entrar y salir de mi casa sin mucho problema que me complicara. Los veranos eran increíbles: piscina, salir de bares y el campo de algunas amigas donde el tiempo pasaba lento y se disfrutaba. Vida de descubrir la vida. Sencillo e intenso a la vez.
Pasados los años y en una de estas conocí a mi marido. Era un tipo guapo e interesante. Bien afeitado. Su familia me quiso incluso después de que aquello ocurriera. Íbamos a las bodas y a las comuniones de sus familiares, a algún bautizo también. A mí, todo aquello me resultaba curioso y simplemente lo observaba; y también tomaba notas. Vida fácil de gente normal en el planeta tierra.
Nuestro amor rebosaba entre días de trabajo y fines de semana de arroces y barbacoas con los amigos de Luis, mi marido. Un día de aquellos en los que vivíamos felices e ignorantes de todo lo que podía pasar, pasó. Yo quería tener un hijo, sin embargo, Luis no podía; y no se lo dije a nadie. Pero me escucharon. Aquella noche de febrero en plena candelaria en el porche de aquel chalet escuché el llanto de un niño. El mundo se calló encima de mí y no tuve más remedio que hacer del miedo valentía y caminar entre el campo recién sembrado, aún a trompicones; y lo vi. Estaba arrecido de frío y lloraba de soledad. Me tiré a él como un perro de caza a su presa. Jamás, nunca, nadie tuvo más miedo que yo aquella noche.
Mientras lo cogía en mis brazos y lo arropaba con la chaqueta que me quité, las luces que giraban alrededor del niño, en medio de aquel trigal, parecían bajar hacía dónde él y yo estábamos. Me asombraron al no esperarlas ya y aunque las temía porque sabía que podía ser mi regreso estaba tranquila. Tras la luz se hizo la oscuridad. El encuentro terminó y yo me quedé con el que ya para siempre sería mi hijo. Mi hijo.
Pasaron meses después de aquello y aunque a las autoridades les costó comprender que aquel niño apareció solo en un trigal, nunca les conté nada de las luces, conseguí hacerlo mío porque era mío. Poco tiempo después las luces volvieron cerca de la casa donde Luís y yo, vivíamos con el niño, Manuel. Levitó brevemente en su habitación justo donde aquel haz de luz rojizo entraba por la ventana. Yo me asomé, protectora, por aquella ventana y miré al lugar natural donde nacía aquella luz. Era verano, era agosto y las lágrimas de San Lorenzo caían por doquier, aquel día más que nunca.
Tras mirar fijamente al fin o quizás fuera al principio de aquella luz colorada oí en mi cabeza lo que tanto tiempo deseaba haber oído: “sigue aquí, puedes quedarte; nosotros iremos a la siguiente estrella”. Entonces fue cuando cogí a Manuel y lo apreté contra mi pecho mientras su cabeza se recostaba en mi hombro y pensé por primera vez que nunca querría dejar de respirar ese olor tan extraño que tienen los humanos.
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