No es fácil. Este domingo no. Hace cinco años o más de cinco años escribí en este periódico que «salir de algún sitio, bien de una discusión bien de un puesto de trabajo, de manera decorosa o proporcionada al mérito realizado no siempre es tarea fácil». Añado: no es que no sea fácil es que es prácticamente imposible. Ana me dijo la semana pasada que se había plantado delante de su jefe y le dijo que se iba, que lo dejaba; y que lo quería hacer de manera elegante y que prepararía el relevo el tiempo que fuera necesario hasta que encontrara a alguien que la sustitiyera: «no quiero el despido»; dijo. Dijo: «me voy». No se puede tener más clase. Yo lo voy a intentar.
Irse es entrar en una habitación en la que dejas la puerta entornada. Apurar la copa y pagar la cuenta. Convidar. Echar gasóil en un día nublado tras las vacaciones de verano. Hacer una maleta en la que ya va la ropa sucia metida en una bolsa del súper. Dejar la llave en la recepción y comprar agua para el camino. Dimitir. Callar y salir por esa puerta. El amor que queda cuando todo está hecho: retales. La última canción. El instante previo antes de mirar a los que dejas atrás.
Si miro atrás sólo veo alegría y placer; y aún así es desolador. Pero todo tiene su fin y no me acuerdo quién cantaba esto. No es que el rosal se haya secado: es que el invierno es frío y hay que podarlo para que vuelva a crecer y florecer la próxima primavera. Esta claro: no es un adiós es un hasta luego. Bajar los plomos de una casa a la que vas a tardar en volver. Cerrar bien las ventanas y tapar los muebles con sábanas viejas; pero limpias.
Coger un tren y que nadie te despida en el andén. Y no es triste: es compromiso; pero qué pena, joder. Irse es tener claro que no hay que salir con los pies por delante. A veces todo es eso: tenerlo claro: un sitio al que llegar. A veces la meta. Otras veces el final. Cocinar bonito, con cariño y esmero; y luego no comer. Irse también es saber administrar la cuenta atrás: sobre todo cuando te quieres ir: sobre todo cuando te tienes que ir.
Un día escuché a Jesús Quintero preguntarle a Pedro J. Ramírez si en los periódicos ya no se escribían cartas de amor y dijo que ya no. Pero en este periódico sí. Me han dejado escribir veintiocho. Me han dejado explicar mi pequeño universo cada domingo en menos de setecientas palabras. La vida, el amor y la verdad breve: la poesía. No hay más. Salvo el matiz. Todo sin preguntar por qué. Con total y absoluta confianza. Y esto, tampoco es fácil. Es casi chulería y me encanta.
Hay algo más en todo esto que que todo esto termine. Tú sabes que también en algún momento de tu vida te tienes que ir de ciertos sitios o de ciertas personas. En realidad la vida va de esto: de llegar a sítios (o personas) de los que sabes que te tienes que ir aunque no sepas cuándo te vas ir pero sí sabes por qué te tienes que ir. Y antes he mentido: sí que es triste. Sobre todo es triste cuando te gusta y sobre todo es triste cuando te sigue gustando y sobre todo es triste cuando nunca te va a dejar de gustar. A veces, dar ejemplo. A veces, mentir.
Recto y Verso ha sido un sitio muy importante para mí y quiero creer que para mucha gente. Un sitio donde he intentado despertar emoción. La emoción de vivir y de leer. Un año intenso y bello. Tan bello como cuando te humedeces los labios antes de besar: de besar bonito, digo. «Besos inventados por mí para tu boca», besos intensos pero que te dejan exhausto. Muchos días de pensar, muchas noches de escribir y borrar y volver a escribir; y mucho café y mucho tabaco. Y quiero dejar de fumar.
Gracias a todas y todos por leer, por compartir, por comentar y por ser honestos. Gracias.
A Julia López
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