Es un extraño y fuerte orgullo de pertenencia que ríete tú de los nacionalistas. Uno es de dónde da su primer beso y no hace falta nacer en tu pueblo para ser de allí y puedes haber nacido en un pueblo que no es el tuyo o no es el tuyo todavía. La vida es complicada y la vida en el pueblo más: demasiados ojos mirando y demasiados oídos pendientes. El alcahueteo y la envidia. Y también la vecina llamando a la de enfrente: “niña, ayer no saliste al fresco ¿estás bien?” . Solidaridad con el horario controlado. Todas las calles tienen una alcaldesa y si no sabes quién es la de la tuya es que eres tú. El pueblo es todo a la vez como la vida.
Ser de pueblo es que no se te caiga de la boca tu pueblo cuando vas a la capital y no es por venderlo, que también, es amor. Y decir que esto está muerto y saber lo bien que se vive aquí y aparcar en la puerta. Es ir a demasiados entierros y a pocos bautizos y encontrarte con todas tus ex. Esto último no pasa en Madrid y, sin embargo, no hay cabeza medianamente inteligente que tenga pueblo que no quiera volverse a su pueblo; y poder y volver. Elena siempre me dice que no tiene pueblo y que le da mucha pena porque ella se sabe de pueblo — es de pueblo puedo jurarlo —; y eso me hace pensar en todo esto: ser de pueblo es tener un sitio al que volver. La casa de tu madre y el olor de lo que haya en el puchero, ese olor que parece no haberse ido nunca de esa casa.
Las campanas de la iglesia y los bares de la plaza y tener claro quien es forastero y quien un turista. La huerta del abuelo y los veranos en bicicleta a las 4 de la tarde buscando eso: el verano. Y es que el verano es muy pueblo y el pueblo es un poco más pueblo en verano. Todo de une a la vez: las vecinas, los turistas, los forasteros y tu hijo que está estudiando en Madrid y vuelve para pasar por casa sólo a dormir; y la respuesta es no, esto no es un hotel: es el pueblo. Tanto o más como barrer la puerta de la calle o fregar las lanchas.
Vestirse de guapo los domingos para no ir a misa o ir a misa para poder vestirse de guapo. Vida de catequista que da una felicidad que no puedes entender si lo que haces es hablar de lo rural en una terraza de Malasaña. Lo rural, malditos sean los urbanitas porque los que inventaron nuestras etiquetas no fuimos nosotros y por eso nos revindicamos no cambiando el acento y poniéndonos finos que es una catetada; y no lo hacemos porque en los pueblos no hay catetos, en todo caso los importamos y los vemos en la feria. Y ese puntito altivo y humilde a la vez sólo puedes verlo y tenerlo si eres de pueblo.
El pueblo es convidar sin miedo y antes cerveza y casas baratas porque ahora disfrutamos de este lujo que tienen los de la capital pero con menos servicios públicos por los mismos impuestos. No me lio con esto, pero es así. La foto con la vaca y luego no tener pediatra. En fin.
Hay un punto de ser de pueblo que solo los que son de pueblo aunque no hayan nacido en el pueblo tenemos: reconocernos cuando no estamos o no vivimos en el pueblo; sabes lo que digo: que conoces a uno o una y a la segunda caña dices «esta es de las mías»; y porque tarda dos minutos en invitarte a su casa para feria. Pura hospitalidad que no pasa allí donde nos ponen las etiquetas. Pues eso, que nos reconozcamos, entre nosotros y como grupo, y reclamemos lo nuestro porque hay algo que no podemos olvidar: que todos los pueblos son el mismo pueblo.
Hagamos mucho pueblo. Feliz verano.
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