Seguramente tendré que empezar pidiendo disculpas al gran escritor argentino Ernesto Sábato por robarle, aunque sea durante unos breves instantes, el título de una de sus novelas mas emblemáticas. En estos días, la muerte, siempre presente en medio del ajetreo de la vida, se ha llevado, entre otras muchas, a tres personas, de ambientes muy diferentes, con trayectorias bien definidas  y que no han dejado indiferente a nadie a lo largo de su trayecto vital. Tampoco, ahora que han desaparecido, se dejan de oír las voces de los que, a favor o en contra, hacen una lectura, algunas veces pausada, pero casi siempre apasionada de lo que nos ha quedado de cada una de ellas. Por un lado Sara Montiel, diva del cine, por otro Margaret Thatcher mujer vinculada durante muchos años a la política inglesa y, para cerrar esta corta pero enjundiosa lista, José Luis Sampedro, uno de los grandes intelectuales que ha dado esta tierra fértil en todo, tanto para lo mejor como para lo peor.

Debo reconocerlo,  en mi particular mitología cinematográfica, Sara Montiel nunca ocupó un lugar excesivamente destacado. No generó en mi espíritu esas pasiones que he podido ver en otras personas, ese entusiasmo radical. Ese lugar lo ocuparon otros nombres, ni mejores ni peores, solamente me llegaron de otra manera, y acompañaron mis tardes de pantalla grande de una forma más perturbadora. El hecho de haber vivido en otro país, y haber aprendido a amar el cine bajo la influencia de otra cinematografía, tendrá mucho que ver con esa predilección hacia otros nombres. A fin de cuentas esas visiones tan subjetiva poco tienen que ver con el talento de una actriz o con su aportación real a la historia del séptimo arte. Dicho esto, y en atención a una honestidad absoluta, es justo reconocer la valentía de esta manchega que se paseó por los palacios de cartón de un Hollywood donde todo era mentira y verdad al mismo tiempo, en el que la luz de los focos cegó a muchas personas y destruyó seres humanos, dio éxito a bastantes, y fraguó imagen a imagen, a una velocidad de 24 fotogramas por segundo, la historia mas sorprendente de todo lo que haya podido hacer el ser humano en el terreno de la cultura. Por el simple hecho de pertenecer a ese mundo y haberlo vivido con una dignidad insobornable y una rigurosidad incuestionable, se merece todos mis respetos. Quizás, es verdad, me han interesado más sus posturas como ser humano que algunos de los papeles que ha representado, pero todos forman ya parte de su vida, y es la mejor herencia que ha podido dejarnos. Se despidió a lo grande, pasando por la Gran Vía; el mundo del cine tiene su liturgia, sus grandezas y también algunas miserias. Pero de ella nos queda lo más importante: un puñado de títulos que tendremos que revisar de vez en cuando y su pasión por la vida que abrazó con fuerza hasta el último momento.

Si del cine, pasamos a la política, no nos hemos alejado mucho del escenario donde ocurren cosas frente a los espectadores que miran, a menudo atónitos, el espectáculo. El mundo de la política es un baile de máscaras, siempre lo fue, y debo afirmar que eso no es malo. Lo peor de nuestra época es que esas máscaras son llevadas por los peores actores, del peor reparto jamás visto. Ese fue el mundo que escogió Margaret Thatcher para desarrollar su actividad. En principio una elección igual de legítima que cualquier otra. Supo afianzar su vida a través de un matrimonio de dinero, para no tener que preocuparse por esas minucias (que son la tragedia del común de los mortales), mientras se dedicaba a tomar decisiones sobre la vida de los demás. Siempre he creído que la política es imprescindible, porque si no existiera, lo que la sustituiría sería la barbarie sin ningún tipo de matiz. Y son también legitimas las opciones, pero teniendo en cuenta que todo tiene un límite que empieza en esa frontera en que las decisiones de los gobernantes atacan la dignidad de los ciudadanos. Aquí no hay medias tintas, estamos ante un personaje que ha hecho muchísimo daño a millones de personas, consciente de lo que hacía, sin que le temblara el pulso, y sin la menor piedad. Ese conservadurismo a ultranza que predica que los beneficios de unos pocos, los privilegios de una minoría, están por encima de los intereses de la mayoría, resulta un insulto al humanismo más básico. Esa defensa de una casta privilegiada, y de paso de sus intereses particulares, quebrando los de toda una nación, se convierte en una operación que, desde el punto de vista moral, tiene muy poca defensa. Ese empeño en adelgazar el Estado hasta los límites de lo insostenibles, para que los mas desfavorecidos sean reducidos a la miseria, la esclavitud más vergonzosa o la mendicidad pura y dura, no tiene justificación por mucho que los voceros de turno (simple asalariados de las causas más negras) se empeñen en querer vender las bondades de esa religión de la selva económica aplicada a la vida del ser humano. No dejó la señora Thatcher a nadie indiferente, como no deja a nadie mudo, incluso después de su partida, pero muchos nos quedamos con las ganas de hacerle algunas preguntas: ¿Por qué razón es imprescindible que unas personas vivan sin que les falte absolutamente nada, y otras por haber tenido mala suerte, ser pobres, mayores de edad, discapacitados o inmigrantes en busca de un mundo mejor, deben ser condenados a las peores condiciones de vida? ¿Es solamente el dinero el que debe decidir quien tiene derecho al pan y a la luz del sol? ¿La justicia, la solidaridad no tienen ningún sitio en este mundo frente a la codicia de unos pocos?  Y así podríamos seguir durante un buen rato. Nadie negará su presencia, para bien o para mal, según la opinión de unos y otros. A mi juicio, sólo una vida perdida, buscando objetivos que no han aportado nada a la mejoría de la humanidad en general y de la ciudadanía de su país en particular. Le podrán rendir honores los que fueron favorecidos por esas políticas abusivas, pero lo que quedará como foto fija será la mirada de los niños privados de sus vasos de leche en las escuelas, de sus padres privados de trabajo y cobertura social, de unos cambios brutales en los que el desprecio al ser humano es mas que notorio, y para colmar la copa de la indignidad, las fuerzas represivas utilizadas para amordazar cualquier protesta de los que solo piden pan, un poco de justicia y la dignidad que nadie debiera robar a cualquier ser humano.

José Luis Sampedro fue capaz de pasar de la economía a la literatura, demostrando que podía ser brillante también con el uso de la palabra.

La otra cara de la moneda sería la de mi admirado José Luis Sampedro, un hombre bueno en el sentido más estricto de la palabra. Un intelectual de raza que ya estamos echando de menos. Después de su muerte, todos hemos quedado más huérfanos, más desorientados. Se ha extinguido la voz de la ética, de la rabiosa honestidad, de la sabiduría  profunda. Se apagó la voz suave que nos ha acompañado en estos años de crisis, que  ha resuelto la ecuación de las injusticias para explicarnos el funcionamiento de un mundo descarnado en el que unos poco viven exclusivamente para la acumulación de bienes materiales, destrozando en ese proceso la vida de millones de personas. Nos ha mostrado, con esa mano pacífica, las profundidades del mal, pero también señalando que existen posibilidades de salvación. La rebeldía no es patrimonio de ninguna edad y él lo fue hasta el final. La lucha es necesaria, debe ser siempre solidaria, continua, generosa y también inflexible con los que no aceptarán nunca que el resto de los seres humanos puedan tener los mismos derechos que ellos mismos. Se ha ido un economista que supo ver que detrás de los números fríos estaban las personas, con su vida y sus circunstancias. Que la economía no podía ser solo una fórmula donde los beneficios aumentan y los derechos de la mayoría disminuyen. Esa ciencia que analiza los movimientos de la riqueza y que en algunos casos se convierte en un arma de destrucción masiva del ser humano. No cabe la menor duda que se ha ido uno de los mejores intelectuales que ha dado este país, una mente privilegiada apoyada por un corazón siempre atento a las necesidades del ser humano, en cualquiera de sus circunstancias. José Luis Sampedro fue capaz de pasar de la economía a la literatura, demostrando que podía ser brillante también con el uso de la palabra. Novelista de verbo exquisito, personajes cargados de vida, situaciones que apelan a la conciencia del lector. Escritor siempre respetuoso con sus lectores, pensando  (al contrario de lo que hacen otros) que eran suficientemente inteligentes para seguirlo por los vericuetos de la palabra y de los sentimientos. Los poderes públicos no se han acordado mucho de él. Se fue en silencio, sin querer ningún tipo de manifestación, como un señor, lo que era en todo el sentido y fuerza que podamos dar a esa palabra. Para muchos se habrá ido el inoportuno que denunciaba lo execrable de algunos seres humanos dedicados solo a sus intereses y sus míseros privilegios. Con José Luis Sampedro ocurrirá lo mismo que en la novela “Fahrenheit 451”, cada uno de nosotros aprenderá de memoria frases y partes del pensamiento de este ser excepcional. Ahora todos los que lo admiramos nos hemos convertido en José Luis Sampedro. Vive en cada uno de nosotros. No importa que nadie de la oficialidad se acuerde de él. En cada mirada de rabia que se levante contra una injusticia, en cada brazo que apunte a un corrupto, en cada protesta que inunda las calles de nuestras ciudades, está presente quien, hasta el último día, fue el defensor de la dignidad y de la justicia.

Tres vidas que han terminado, tres balances muy diferentes, tres tumbas recién abiertas y rápidamente cerradas. Pero el resultado es muy diferente de unas a otras. La mujer vital y vitalista que llenó las tardes grises de otra época de este país siempre al límite del insomnio. La aportación de una artista que hizo su trabajo con rigor. Pero también la que empleó todo su potencial para una tarea inhumana, de destrucción. Y el viejo sabio, silencioso pero cuya voz sigue gritando en nuestros corazones. Es posible que cada uno de ellos sea un héroe para un grupo determinado de personas. Los límites entre el bien y el mal son a menudo difusos. Pero hay pruebas irrefutables. De las tres personas generadoras de  muchos debates y declaraciones, dos han intentado aportar, con acierto y con errores, una parte de su persona al bienestar y a la felicidad de otros seres. La otra utilizó el arma de la política para someter a una idea, de moral muy dudosa, a millones de personas que solo aspiraban a vivir en paz. Debe quedar claro que la grandeza de un país no puede ser nunca a costa de la dignidad de los más desfavorecidos, propiciando al mismo tiempo el enriquecimiento, más o menos lícito, de minorías. Esa es la frontera mas allá de la cual es imposible recordar, aunque sea con una parcela de sentimiento, a una persona que se ganó el ser comparada con un metal, cuando cualquier ser humano normal quiere que se le reconozca como ser carnal con toda la grandeza y debilidad que eso pueda suponer. No hay más héroes que los que quedan en la mente y en el corazón de los destinatarios de las  palabras de ánimo en mitad de la tormenta, el apoyo en un mundo de tragedia, o una felicidad pasajera una tarde de lluvia en un cine de barrio.