Las ventanas y balcones de nuestras casas se han convertido, al albur del coronavirus, en elementos emblemáticos. La pandemia que nos tiene confinados nos deja todos los días abultadas lecturas desde perspectivas infinitas. No es para menos, porque nuestro encierro representa una transformación casi total de nuestra existencia, modificando nuestros hábitos y estilos de vida. Hemos pasado de disfrutar un régimen de completa libertad, sin límites espaciales y temporales, a desarrollar toda nuestra vida en el interior de nuestras casas, completamente recluidos (excepto emergencias). El COVID-19 nos ha obligado a ver la vida desde dentro, como un encierro existencial con límites nunca vistos; a pesar de todas las posibilidades de vida y creatividad que desarrollamos.
En esta situación de confinamiento, las aperturas de la casa (ventanas, balcones, patios, corrales…) han adquirido un protagonismo especial, convirtiéndose en tablas de salvación de mucha notoriedad. Son el respiradero material y espiritual fundamental; el desahogadero psíquico por razones fácilmente comprensible. En estos días podemos comprobar en nuestras carnes la trascendencia que tienen unos elementos que a priori, en cualquier otro momento, nos parecieran insignificantes. En la percepción más simplista se encuentran las ventanas y balcones ofreciéndonos la subsistencia básica de aire y luz como soporte biológico imprescindible.
Mayores competencias han alcanzado, sin embargo, en el ámbito de los ritos emprendidos en todos los países, como las salidas sistemáticas a los balcones para aplaudir a los sanitarios y otras fuerzas sociales que, con su inmenso esfuerzo, luchan denodadamente por nuestra salud y seguridad. Especial relevancia han adquirido, también, las luces interiores, patios y espacios colaterales con la vecindad, que a manera de las corralas tradicionales se han convertido en ámbitos de expansión y solaz, encontrando la solidaridad en los congéneres que parecen de un nuevo mundo, aunque han estado siempre a nuestro lado, pero los ignorábamos, conformándose una nueva sociología que acaso remueva conciencias.
Más allá de los brotes comentados, de no poca significación personal y social, y que actualmente son acuciantes, las ventanas y los balcones han constituido siempre un hito fundamental en la Historia de la humanidad; en nuestra cultura occidental y las otras de allende los mares. Han sido referencias esenciales en el ámbito de la filosofía y el pensamiento, la literatura, el arte tradicional, el cine y un sinfín de manifestaciones humanas creativas. A través de ellas se han expresado costumbres y creencias religiosas, formas artísticas, argumentos literarios y dominios políticos. El confinamiento y su quebrantamiento parcial, a través de aperturas físicas de la casa, han elevado a las ventanas y balcones como protagonistas de excepción. Repletas se encuentran las obras de arte de referencias que, de alguna manera, nos recuerdan la importancia que han tenido estas ventanas al exterior. Bastaría con recordar algunas de ellas para poner sobre la mesa una perspectiva que, aunque ahora nos parezca novedosa a nosotros por vivirla, ha estado siempre presente.
Las ventanas y balcones han sido, de forma muy contundente, temas de excepción. Qué sería la Literatura de todos los tiempos sin esos argumentos de enclaustramiento (en la Edad Media, Modernidad, Barroco…), donde las aberturas de la clausura constituyen, a través de las celosías, el respiradero social con parloteos y galanteos caballerescos; cómo se entendería el romance sin esa lírica arrebatadora del Romance del Prisionero (Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor…), que imaginamos a la sombra de una ventana; cómo esa recurrencia tradicional de la mujer de Lope de Vega (“La bella malmaridada”: “en la ventana eres dama, en el balcón eres señora…”); cómo esos amores encontrados a la vera de la reja de la ventana que tantos poetas han cantado. Cuanto han engrandecido el Arte esas ventanas que se convirtieron en objeto de veneración, reflejando muy bien el contrapunto del interior, buscando la libertad, luz, espacio abierto y aires ausentes, que se proyectan como anhelo; gigantesca es la nómina de pintores que, con distintos lenguajes de su era (Modernidad, Contemporaneidad…), expresan el mundo interior y su contrapunto, desde el increíble Bartolomé Murillo, que imaginamos siempre en un plano circunspecto en interiores – sin ser totalmente así (National Gallery of Art, Washington DC)–, al poliédrico Goya que cumple con el objeto de deseo (“Las Majas en el Balcón”); ensalzando como nadie las ventanas los contemporáneos de más alta alcurnia del pincel, como Paul Cezanne, Campbell, Fischer, Bonnard, etc., o el incombustible Dalí, que fijó para siempre en nuestra retina la “Muchacha en la ventana” (Museo Reina Sofía de Madrid), abriendo horizontes al espacio, desde dentro, con singular maestría. Igualmente, con letras mayúsculas nos recuerda el Cine el confinamiento (y sus avateres) con obras magistrales de muy distinto tono, como “La ventana indiscreta” (Alfred Hitchcock) o El ángel exterminador (Buñuel), que nos advierte muy de cerca con el surrealismo acuciante de esa raya insuperable que vivimos en nuestros días.
Tales son las ventanas y balcones desde siempre, como elementos simbólicos de libertad y aperturismo, que hasta el gigante informático incorporó el simbólico tema a su nombre (Windows). En la actualidad constituyen nuestro asidero físico más real, nuestro soporte psicológico más notable, e indudablemente nuestra ventana más grande a la esperanza.
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