Prosigue rauda por sus fueros la naturaleza con luna nueva. Un año más, con brotes de ilusión, vive Pozoblanco La Traída de la Virgen. Una vez más sentencia el imaginario colectivo de un rito profundo, casi ancestral, revestido de formas multicolores. No se esconde sin embargo el profundo hilo de la Historia, tantas veces recordado. Bastaría mencionar de corrido el sinfín de elementos esenciales para sentir el vértigo de la verdad: porque es la tierra lo que se celebra (el encinar y la bellota, las yerbas…), y se celebra la pertenencia del territorio; y se revive la tradición sembrada de interés (sociales, económicos, ideológicos…). En lo más hondo de fuste cultural universal se rubrica, también, la cosmovisión medieval, en la que la Luna es fuente de misterio, de fertilidad y de tiempo cíclico. Cuanta profundidad guarda una imagen, una tradición y una fiesta. Todo ello revestido de rituales ampliamente elaborados, de copiosos símbolos enhebrados en la costumbre, la reiteración y las imprescindibles alegrías (multicolor; con el son del tambor de fondo). Sin que falte la confrontación vecinal con los de enfrente (Vva. De Córdoba), porque es parte de la Historia y el necesario caldo de cultivo subsiguiente de hermandad y confraternización. La Virgen de Luna es, a fin de cuentas, un pacto de sangre con la Historia, con el pasado y nuestros progenitores.

Una compleja trenza de contenidos (motivaciones originales) y formas que precisan afianzamiento social continuo y permanente. Revivirlo anualmente representa ante todo una reafirmación de un Pueblo con revestimiento de Religión y liturgia (aún en la complejidad social de creencias dispares), con fuerte aglutinante de culto y devoción. Cargado siempre de símbolos civiles y religiosos (llaves del Sagrario, bastón de alcaldía…). Con imponente pugilato de contrastes entre lo testimonial de siempre, que se mantiene (cofradía y hermandad; sentido paramilitar, rituales de tiempo y espacio…), y las novedades formales y orgánicas que se imponen necesariamente con avances (ingreso formal de la mujer en la hermandad, cargos…; arropamiento festero diverso). La prevalencia de la fiesta sentencia siempre, claro está, mimbres fuertes de raigambre, añadiendo sin embargo ingredientes de revitalización. Este año se timbra la Virgen con corona de reina, con marchamo de oficialidad suprema (licencia pontificia), añadiendo un ingrediente religioso más al pacto social de la fiesta. El evento engrandece el legado con el concierto de todos los implicados, con oropeles de viejo y nuevo cuño.

Todo ello con incandescente aparato de afirmación de cultos, pregones y encendidos discursos, hermanamientos de cofradías y exposiciones de carteles; y un tiempo de espera nada fortuito que aviva la llama de un gran acontecimiento religioso. De momento manda la cotidianidad del día grande de La Traía. Es el momento del disfrute anchuroso de la naturaleza en cielo y tierra, y la rememoración del camino, que es santo y seña de tradición. En el día grande se viven confraternidades de los de dentro y los de fuera, y los emigrantes que regresan a rememorar la niñez. Se come y baila con fruición (el hornazo; las jotas; las canciones de la Virgen…), y se disfruta del solaz de los terrazgos que sientan cátedra en la conformación histórica del rito mariano medieval. Entre los símbolos más acendrados cumplirá como siempre la cuerda de la campana y entrada a la ermita; y la ratificación honoraria de los hermanos; y revoloteará la bandera el abanderado simbólico, en son de gratitud, del que ha sido pregonero de postín Manuel Marín. En Pozoblanco seguirá el rito secular por sus cauces y rigores de costumbre, con la Virgen en volandas desde el horizonte elevado del Arroyo Hondo (que no es casualidad, claro) a la casa de los pozoalbenses, que vivimos con la mayor emoción uno de los días grandes del año. Un evento que cala en lo más hondo del alma; una vivencia que rubrica en el imaginario colectivo la cohesión social. Una fiesta que define como nadie, en el mayor espectro de creencias diversas, la identidad de un Pueblo.