Tal vez sea la lección más contundente que hemos aprendido con este episodio del coronavirus. Ciertamente lo sabíamos en términos teóricos, en el marco de la comprensión intelectual, pero desconfiábamos de que fuera una verdad comprobable en términos globales, mundiales. La Historia nos ha dado muchas lecciones siempre (pestes, gripes, terremotos y volcanes), que nunca hemos aprendido, y la última crisis económica (del 2.008) nos estrechó mucho el círculo para entender que nuestra solidez podía resquebrajarse fácilmente. Ahora ya sabemos de facto, sin la menor duda, que el mundo pende de un hilo. Resulta paradójico, sin serlo, al vivir envueltos en una aureola de progreso y bienestar; en un mundo aparentemente sólido económicamente, con fuertes mimbres políticos (de unos pocos) y dominios financieros que controlan todos los resortes de la humanidad; con avances científicos y tecnológicos que diariamente nos perfilan una existencia de bonanza, equipamiento, bienestar y satisfacción (a una pequeña parte de la población…, que no a la mayoría). Bajo este espectro existencial se ha venido creando en las últimas décadas una equívoca retina de seguridad, progreso y solidez en el mundo occidental.
Esa sensación la tuvieron asimismo en otros momentos de la Historia, como las primeras décadas de siglo XX – previamente a las guerras mundiales, y periodo de entreguerras– viviendo en una nube de bonanza, seguridad y optimismo, positivismo científico y avance imparable; la realidad futura les abrió los ojos, pues el s. XX es el más belicoso de la humanidad. Ellos vieron tambalearse las patas del mundo (Fascismos, II Guerra Mundial…). En las últimas décadas, los pequeños y grandes desequilibrio económicos han sido asumidos como pequeñas cosas que en forma alguna alteran la inercia global de robusto progreso e imparable insatisfacción; las guerras y desaliños políticos los hemos entendido como insignificantes grietas asumibles del sistema, con avatares que se producen lejos de nuestras casas y tarde o temprano acaban controlándose; los procesos migratorios del sur se toma a mofa como una pequeña molestia de un moscardón, que no pasa de ser un ruido incómodo, pero que en forma alguna altera al compacto bloque occidental de la opulencia; los agravios a la naturaleza son constantes, pero la política de cambios climáticos graves no pasa de ser una apostilla política de maquillaje de los gerifaltes de cuello blanco, pues hacer…, hacer política medioambiental de verdad no se hace. Escaparate, mucho escaparate.
La mente humana es, de otra parte, una potencia especializada en filtrar muy bien las bonanzas de nuestra existencia desestimando los abrojos y malas hierbas, prevaleciendo siempre lo más positivo. Bajo este prisma se sobrepone siempre la percepción de un mundo en progreso, con inercia de avance a una mirada realista de una existencia (personal y colectiva) plagada de infortunios, desastres, muerte y destrucción constante. La adaptación y superación humana se encuentra precisamente en esa mirada positiva que esquiva los grandes desaliños, que evidentemente existen y son muy graves. Así pues, no resulta fácil –como decimos– comprender que el hombre es muy vulnerable y se encuentra sujeto a infinidad de avatares de la naturaleza (sismos, meteoros….), maniobras humanas (desastres propiciados por nosotros), directrices económicas (desequilibrios entre mundos antagónicos), políticas y guerras en nuestro decurso existencial de milenios. Cualquier desastre de diferente índole nos puede poner en jaque.
El coronavirus actual nos ha recluido en nuestras casas como nunca lo hubiéramos pensando; en estas pasadas semanas hemos podido releer y reflexionar sobre películas antiguas, consideradas de ficción, que anticipaban la expansión de fenómenos bacteriológicos que nos han dejado de piedra. Una vez más la realidad se sobrepone a la ficción enseñándonos que el hombre no es ni ha sido nunca un Dios capaz de dominar y doblegar absolutamente todo. Existen infinidad de resquicios de la naturaleza que son incontrolables; más aún, nosotros mismos somos los causantes de la mayor parte de los desequilibrios que luego revierten en nuestras vidas y existencias: pues cuando cortamos árboles, modificamos el clima (temperaturas, desaparición de hielos, etc.) alteramos sin duda los ecosistemas de la tierra que nos afectan directamente. En el ámbito económico y financiero pocas dudas quedan de que la vulnerabilidad es completa y nuestra inseguridad inmensa, pues a las pasadas crisis se suman los avatares actuales y la comprensión inequívoca de que nuestro mundo se rige por coordenadas de dominio de unos pocos e instituciones serviles al mercado que poco, o muy poco, tienen que ver con principios de equilibrio, equidad o justicia social; ni siquiera en momentos graves de crisis y debacle social los poderosos financieros repliegan sus aspiraciones:o más bien todo lo contrario, ajustan tuercas y defienden a ultranza sus intereses aunque vean hundido gran parte del barco (de los países más debilitados).
Finalmente, las respuestas de índole política no son nada alentadoras, pues antes que protegernos en lo más elemental observamos a todos los niveles (nacionales e internacionales) las orientaciones partidistas, intereses nacionales, dominios geoestratégicos y la desmesura de irresponsabilidades por doquier, sin pensar mucho o nada en los ciudadanos. La vulnerabilidad humana es grande, no solamente por razones naturales (que es inmensa), sino porque nuestros actos caminan las más de las veces por la senda de la insensatez y falta de sentido común. Siendo el hombre uno de los animales más inteligentes de la tierra, acredítase también como uno de los más vulnerables.
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